Recordemos que, dimitido
Salmerón el 7 de septiembre, las Cortes habían nombrado nuevo Presidente del
Poder Ejecutivo a Emilio Castelar al que se le concedieron poderes
extraordinarios y, además, para mayores facilidades de gobierno, el día 20 se suspendiendo
las sesiones parlamentarias hasta el 2 de enero de 1874. Ahora, llegada esa
fecha, los españoles esperaban que don Emilio diese cuenta de los logros
obtenidos, así que a las 3,15 de la tarde, don Nicolás Salmerón que era el
presidente del hasta entonces clausurado Parlamento, abrió la sesión
“reinaugural”.
El pueblo español estaba
muy preocupado con lo que saldría de aquella sesión. Los unos se temían que se
le otorgase la confianza de nuevo a Castelar y que éste, presionado por los
intransigentes, aplicase una política federalista y contraria al ejército; los
otros porque preveían la posibilidad de que se le renovasen los poderes
extraordinarios y continuase la política de derechas ejercida el último
trimestre.
La cuestión es que los prohombres
republicanos, entre ellos nada menos que sus tres predecesores Figueras, Pi i Margall
y Salmerón, se habían confabulado para negarle la confianza
Pero es que además
Castelar, como resumen de aquel período con poderes casi omnímodos, hubo de
reconocer que la situación de la guerra contra los carlistas se había agravado
y, como todo objetivo alcanzado, no pudo ofrecer otra cosa que una mejora
sustancial del orden público y la casi total desaparición de la indisciplina en
el ejército (sin mencionar, desde luego, la utilización al por mayor de la pena
de muerte).
Entre su discurso, el de
Nicolás Salmerón y las intervenciones de otros diputados se alcanzaron las 13
horas y media de debates. Pero Castelar, muy pagado de sí mismo y seguro de que
la Cámara estaba a su favor, aparte de exhibir su florida prosa, no consigue
presentar grandes éxitos. Sobre los problemas económicos sólo menciona el elevadísimo
costo de la guerra; sobre Cuba, no mucho más que autoalabanzas por lo bien que se
lidió el asunto del barco contrabandista Virginius
y un apunte somero sobre la abolición de la esclavitud; nada sobre el
bandolerismo, ni sobre las ocupaciones de tierras, ni sobre la pobreza
imperante, ni sobre lo que hoy se
llamaría “brecha social”, ni sobre el erario público…
A las 5 de la madrugada
del 3 de enero de 1874 se votó una moción de confianza y don Emilio Castelar
fue derrotado por 120 votos en contra y sólo 100 a su favor. Los historiadores
y cronistas coinciden en que la decisión de la Cámara le sorprendió.
El general Pavía, a la
sazón Capitán General de Madrid, aguardaba en la Cervecería Inglesa, de uniforme y con su caballo
fuera sujeto por un asistente, el resultado de la votación. En cuanto ésta termina
alguien le informa del desenlace y, automáticamente,
pone en marcha la maquinaria militar que había previsto para la ocasión.
Mientras, dentro del
Parlamento se había decidido votar para encontrar un candidato que sustituya al
recién derrotado Castelar. Eran las 6.55 de la mañana cuando se inicia la
votación que, en cierto momento pasa a ser dirigida por el vicepresidente de la
Cámara. Tras haber votado todos los diputados, cuando se iba a iniciar el escrutinio,
vuelve a su puesto el presidente Salmerón con un papel en la mano diciendo que
ha recibido una nota del general Pavía en la que se conmina a los diputados a
desalojar “el local”. El Parlamento está rodeado por tropas a las que, durante
la votación, ha dado tiempo a llegar desde sus acuartelamientos. Los guardias
civiles de escolta en el Parlamento, se ponen también a las órdenes de Pavía.
Ni aun así los
parlamentarios pueden refrenar sus instintos dialécticos. Unos opinan que el
escrutinio debe continuar, otros que debía suspenderse, los de más allá sugieren
que en momentos tan críticos debería “devolverse” la confianza a Castelar, los
de aún más allá naturalmente se oponen, alguno más ordenancista cree que se
debería destituir a Pavía oficialmente de su cargo de Capitán General de Castilla
la Nueva con pérdida de sus condecoraciones… Y mientras, desde luego, las
unidades militares recién llegadas se van desplegando alrededor del Congreso.
Dentro, los diputados se
muestran muy heroicos haciendo la mayoría de ellos grandes protestas de preferir
la muerte a la rendición; alguno incluso reclama armas para defenderse, pero
sólo son palabras bonitas y buenas intenciones; en cuanto suenan algunos
disparos dentro del edificio, los diputados, más o menos ordenadamente (más
bien menos) abandonan el Parlamento. En ese momento los relojes daban las 7,30
de la mañana.
Castelar se encuentra en
el pasillo con Pi i Margall y le dice lamentándose:
-¿Quién podía imaginarse
esto?
A lo que Pi le responde
con cierta punzante conmiseración:
-Cualquiera menos usted,
don Emilio.
Y era cierto. Aparte de una
tensión impalpable pero perceptible en toda la capital en los días previos, los
mandos de las unidades militares que participaron en el golpe estaban al cabo
de la calle. Los periódicos de fechas anteriores al día 2 ya iban poniendo en
guardia a soldados y trabajadores en previsión de lo que impepinablemente se
avecinaba. Sólo un par de días antes la prensa federalista ponía en guardia a
los soldados para que no obedeciesen a los generales o mandos que gritasen:
¡Viva don Alfonso de Borbón! o ¡Viva la República
Unitaria!, y no se dejasen arrastrar
contra la soberanía legítima.
La noche del 2 al 3 de
enero, mientras los diputados discutían sobre si era mejor ser demócrata o ser
republicano, si era preferible la libertad a la democracia, si el presidente, a
pesar de su federalismo, había sido un gobernante conservador o cuestiones de
similar calado, en domicilios de los alrededores del Parlamento se habían
reunido a pasar la noche a la espera de acontecimientos (ergo los esperaban, y no como Castelar) personajes como el general Serrano,
el almirante Topete, y Práxedes Mateo Sagasta en un domicilio particular la
calle del Sordo,
o Cristino Martos, José Echegaray y otros radicales en otro domicilio de la
calle San Agustín.
Una vez quedó el congreso
vacío de diputados y visitantes, Pavía, que no tenía otra autoridad
que la que le conferían sus tropas, convocó en el edificio a muchas
personalidades que habían sido decisivas desde tiempo de Isabel II pero que
ahora estaban apartadas de la política. Allí se vio a los ya citados Cristino
Martos, Echegaray o Sagasta, pero también, entre otros, a Nicolás María Rivero,
Manuel Becerra, Cánovas del Castillo, José Elduayen… y a los generales José y
Manuel Gutiérrez de la Concha, Echagüe, Caballero de Rodas, Serrano Bedoya, al
también ya citado almirante Topete… Se habían reunido representantes de todos
los partidos excepto de los carlistas y de los cantonalistas.
Lo que en realidad había
intentado Pavía era mantener en el cargo a Emilio Castelar, pero haciendo que
gobernase con una política de derechas, republicana unitaria y
promilitarista. Así que, terminada la “movida”
en la Carrera de San Jerónimo, el general envió a un ayudante a buscar al defenestrado
para pedirle que regresase y se incorporase al nuevo gobierno como jefe del
gabinete. El ayudante lo encontró antes de llegar a su casa, pero don Emilio, oído
el mensaje, se negó a volver por simple
dignidad.
Conocida por Pavía la
renuencia de Castelar a presidir el gabinete, designó (!) nuevo Presidente del
Poder Ejecutivo al general Serrano y para sí mismo no aceptó puesto alguno en
el nuevo gobierno.
Así, de forma tan
abrupta, cayó el telón sobre el primer escenario republicano español.
Tengo para mí que la
República se ahorcó a sí misma con la soga utilizada para subir o bajar dicho
telón.