Antes de la cena, por llamarle algo, de aquella
nochebuena, Yvonne se calzó una sudadera y, aunque nevaba, salió a dar un paseo
por la alameda de la ciudad.
En realidad Yvonne no se llamaba así, sino Catalina,
como su abuela, pero un productor que le propuso lanzarla al estrellato
cinematográfico, lanzamiento que a la postre no cuajó en nada más allá de media
docena de películas de segundo o tercer nivel y un puñado de sesiones íntimas
en el apartamento del manús, le aconsejó que cambiase su auténtico nombre por
otro que a un tiempo fuese sugerente, aterciopelado, sensual y comercial.
-¿Cómo cuál?- preguntó ingenua.
- Como Yvonne. –contestó tras un momento de duda-
Sí. Yvonne te iría bien. Y de apellido Yébenes. Desde ahora serás Yvonne Yébenes;
se acabó lo de Catalina Poyatos.
Tal vez ahí empezó Catalina, ya Yvonne, un
vertiginoso ascenso social que, tras alcanzar su punto de inflexión, se trocó
en un al menos igual de vertiginoso descenso que devino en cruel batacazo. De aquellos
años en que se ejercitó en una selecta panoplia de vicios y excesos, solo le
quedó la triste añoranza de sus amantes, algunos regalos de escaso valor, unas
ropas hoy ya raídas, un cuerpo precozmente avejentado y un rostro en el que aún
se adivinaba su pretérita belleza entreverada con una red de arrugas impropias
de una mujer de su edad.
Y, eso sí, también le quedó una ridícula pensión del
montepío de actores y un pisito que le regaló un amante hindú generosamente
dotado para las finanzas y no solo para las finanzas.
Andaba con paso elástico, tal y como aprendió en la
breve etapa en que fue modelo de alta costura, pero atenta a no resbalar en un
suelo que, con la nieve, se estaba pareciendo una cada vez más a una peligrosa patinoire.
Al pasar ante el portal de una casa deshabitada una
voz quejumbrosa le llamó desde el fondo del mismo:
-¡Señorita! ¡Señorita! ¡Por favor!–le acuciaba la
voz.
Yvonne ni se volvió. No podía atender, aunque
quisiese, a mendigo alguno. Pero la voz que salía de dentro del lóbrego portal
insistió tenaz:
-Señorita, solo le pido unas monedas para no pasar
esta nochebuena sin cenar.
Siguió andando, pero había dado aún 50 pasos cuando
decidió volver al portal. Siempre había sido una mujer generosa, acaso
demasiado. ¿Por qué no iba a serlo ahora?
-Mire, señora –no veía el rostro de su interlocutora
y le hablaba a la oscuridad- yo no puedo
ayudarla porque nada tengo, pero si viene conmigo a mi casa repartiremos lo
poco que haya para cenar.

-Dónde vive
usted.
-No sé qué contestar señorita. En ningún sitio y en
todos. Suelo dormir en el oscuro portal en que me encontró hace un rato, pero
no siempre.
-Ya. Yo me llamo Yvonne, bueno, o Catalina; es igual.
¿Y usted?
-Yo Herlinda. Herlinda para servir a Dios y a usted.
Una vez en casa, Yvonne proporcionó a su invitada una
bata y calzado seco. Encendió la catalítica Super Ser y, sentadas a la mesa, se
repartieron por toda cena de nochebuena un brick
de caldo de pollo, un sobre de jamón de york y, como postre, una macedonia que
Yvonne elaboró con las tres últimas piezas de fruta que le quedaban hasta fin
de mes.
La cena transcurrió entre prolongados silencios,
porque, en realidad no tenían mucho que decirse, pero lo cierto es que al final
ambas estaban contentas, la una por dejar satisfecho su estómago y la otra por
dejar satisfecha su alma.
Cuando terminaron de cenar Herlinda dijo que se
volvía a su sombrío portal, y aunque Yvonne le rogó que se quedase a dormir en
su casa, ella se negó firmemente. Pero decidieron intercambiarse unos regalos
que les recordasen siempre la nochebuena en que se conocieron.
Herlinda obsequió a su anfitriona con una horquilla
de su pelo y Catalina le dejó elegir entre los muchos bibelots que había por la casa, recuerdos de un pasado bastante más
refulgente que la grisura que ahora envolvía su vida.
-¿Me puedo llevar esto? –dijo Herlinda señalando a
una especie de piedra plana de color rojizo con irisaciones verdosas.
-Claro. Es un imán. Me lo trajo de Java un antiguo
amante. Yo nunca lo he usado. Me dijo que era poderosísimo, y que si se
golpeaba suave y repetidamente su superficie, podía alcanzar un poder de
atracción casi milagroso. Cuantos más se golpecitos más potencia alcanzaría.
Herlinda lo guardó entre sus ropas. Luego, con un
par de besos y mil felicitaciones de
pascua, se despidieron citándose para la nochebuena del año siguiente en el
mismo portal en que se habían conocido.
- Cenaremos juntas de nuevo. Hasta dentro de un año.
-Si. Si Dios quiere. –apostilló Herlinda.
Pero Dios no quiso. En la nochebuena siguiente,
cuando Catalina se dirigía al portal en que había quedado con Herlinda, un
muchacho en un patinete eléctrico topó con ella y la arrolló dejándola tirada
en el suelo.
Al abrir los ojos se encontró sentada en un banco,
en una estancia enorme inundada de claridad. Al fondo había una puerta ojival
sobre la que se podía leer: CIELO.
Un tío con barbas y una
llave en la mano parecía vigilarla. Catalina
preguntó a un ángel blanquísimo que tenía a su derecha:
-¿Y esto?
-Pues ya ves, hija.
-No me diga más. He muerto ¿Verdad? Y el de la llave
es San Pedro ¿No?
El ángel, mientras aleteaba suavemente para
mantenerse en posición vertical, asintió conspicuo con la cabeza.
Pronto descubrió al tribunal que iba a juzgar su
alma. Lo componían un santo y una santa, según dedujo por sus resplandecientes
nimbos, y lo presidía Santo Tomás. Ante ellos una mesa sobre la que había una
balanza con dos platillos; en uno se podía leer DEBE y en el otro HABER.
A continuación pidió Santo Tomás al ángel
blanquísimo que presentase sus alegaciones en favor de Catalina. Y el pobre
ángel, un poco abochornado, solo pudo colocar en el platillo del HABER una hoja
de papel en la que se exponía el episodio de la nochebuena en que repartió su
escasa cena con una pordiosera llamada Herlinda.
Los miembros del tribunal, observaban impasibles
cómo aquella solitaria hoja de papel no conseguía hacer que la balanza se
moviese. Solo la santa parecía inquieta haciendo tamborilear sus dedos sobre la
mesa, en claro síntoma de mostrarse nerviosa.
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ILUSTRACIÓN EXTRAÍDA DE https://es.123rf.com/photo_24130716_balanza-de-concepto-bueno-y-lo-malo-ilustraci%C3%B3n-vectorial.html |
Iban ya a dictar su condena cuando… Pero ¿Qué era
aquello? El platillo del HABER, solo cargado con un triste folio, comenzó a
bajar poco a poco venciendo el peso de los 1.374 expedientes que referían las violaciones
de la Ley divina perpetradas por Catalina, y la práctica exacta, fiel y
reiterada de absolutamente todo el catálogo de pecados capitales conocidos.
Al final quedó el platillo de la buena acción,
porque ya digo que solo fue una, abajo del todo mientras que el de los pecados
se mantenía en alto. Así que Santo Tomás falló a favor del alma de Catalina y
pidió a San Pedro que franquease el paso a la nueva bienaventurada.
-¡Protesto! –berreó indignado el ángel fosco.
-¡Silencio, Demoniel! El HABER ha pesado más que el
del DEBE. Tú lo has visto. No hay discusión.
Al ponerse de pie Catalina vio con sorpresa que en
la mesa del tribunal, junto a la balanza había, justo en el punto en que la
santa había hecho tamborilear sus dedos, una piedra plana, rojiza con
irisaciones verdosas, que ella conocía. Aún pudo oír cómo Santo Tomás le decía
a la santa.
-Vamos Santa Herlinda, no te demores que tenemos
mucho que hacer
Santa Herlinda alzó la vista y, mientras Catalina
atravesaba la puerta del Cielo, le guiñó un ojo. Luego, sin que Santo Tomás la
viese, cogió la piedra rojiza subrepticiamente y se la guardó entre sus ropas.
FIN
Por medio de este cuento quiero decirte que, como
formas parte de mi gente, me acuerdo con todo mi cariño de ti en estas fechas,
pido al Niño Jesús que te conceda lo que mejor le venga a la salud de tu alma y
de tu cuerpo y espero (y deseo) que seas insultantemente feliz durante el año
2019
Canel (Navidad 2018)