III.- MARTES SANTO
Volvió
Jesús a la mañana siguiente a Jerusalén repasando con su gente más cercana el
camino que habían andado dos veces el día anterior.
Cuando
llegó al Templo se armó un pequeño revuelo porque muchos escribas de la ley, fariseos[1], saduceos[2] y
ancianos le asaeteaban a preguntas. Pero pronto llegó una delegación oficial del
poder religioso que le inquirió sobre quién le había otorgado a él poder para
hacer las cosas que había hecho el día anterior.
La
astucia de Jesús quedará patente viendo cómo supo sortear los mordiscos que le querían
pegar los chacales fariseos.
-“Muy
bien –les dijo- Contestadme vosotros: ¿El bautismo de [san] Juan de dónde era;
del Cielo o de los hombres?”
En
realidad la respuesta siempre les iba a dejar mal, porque si decían que del Cielo
la reacción inmediata sería: “¿Entonces por qué no creísteis en él?”; pero si
contestaban que de los hombres se pondrían enfrente a la mayoría del pueblo que
siempre había tenido a Juan como un profeta[3]. Respondieron,
pues, que no lo sabían, con lo que Jesús les espetó que, de acuerdo, pero que
en tanto ellos no contestasen, Él tampoco lo haría.
En
el subsiguiente debate dialéctico Jesús los vapuleó mediante parábolas y no
solamente eso, sino que les dijo que, a los ojos de Dios, se encontraban cualitativamente
por debajo de los publicanos[4] y
las fulanas. Así que los fariseos, corridos, se retiraron a pensar en una nueva
estrategia para pillarle. Y la encontraron utilizando el mismo sistema que
había utilizado Jesús con ellos.
Volvieron
a donde se encontraba y le preguntaron sobre la licitud de pagar el tributo a
Roma. Jesús se dio cuenta de la trampa, pues si contestaba positivamente
perdería su prestigio ante los antirrromanos, pero si contestaba que no,
quienes se le echarían encima serían no solo los colaboracionistas, sino
también los propios romanos.
La
respuesta es de todos conocida pero de difícil exégesis. Jesús pide que le
enseñen un denario y el que le muestran tenía, como todos, la efigie de algún
poderoso político romano[5]. A
la vista de la moneda, que debería llevar acuñada la cara de un césar,
pronunció la famosa frase: “Pues dad al césar lo que es del césar y a Dios lo
que es de Dios.”
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imagen extraida de: https://nuestrodios.com/al-cesar-lo-que-es-del-cesar/ |
Lo
que Jesús quería decir es que aquella moneda con aquella efigie, no tenía
relación con el pueblo judío; ni siquiera estaba permitido dar limosna en el
Templo con ella. Lo que hizo fue desplazar el centro de gravedad del problema
trasladándolo del mundo de la política al de la religión. Les estaba diciendo
que él no hablaba de política; si aquello era del césar pues que se lo llevasen
a Roma en buenhora, pero que esto a Él no le afectaba porque el ámbito en que
se movía era el de la relación del hombre con Dios.
Es
cierto que supo escapar del embroque sin un solo rasguño, pero también es
cierto que, siendo su respuesta sin duda alguna una evasiva, transmitió una sensación de cierta tibieza que desagradó
a los zelotes e incluso a alguno de los más nacionalistas de sus discípulos.
Ellos hubiesen querido oír algo tan taxativo como: “No. Es absolutamente ilícito”.
Prosiguieron
los saduceos haciéndole preguntas, como, por ejemplo, con quién formaría pareja
en el Cielo un hombre que se había casado varias veces (porque los saduceos no
creían en la en la otra vida) y cuestiones similares. Una salida muy oportuna del
Señor y que revela su profundo conocimiento de los textos sagrados, tuvo lugar
cuando le plantearon de qué forma explicaba que podría ser Él el Mesías siendo
galileo, cuando las Escrituras decían que el Ungido, el Cristo, sería hijo de
la casa de David; o sea, de Judea.
Pero
Él les citó el salmo 110, cuyo autor era el propio rey David, que dice: “Dijo
el Señor [Yahvé] a mi Señor [Cristo]” Entonces –les preguntó- ¿cómo entendéis
que David llame Señor a su propio hijo?
Esto
puso en retirada a los sacerdotes saduceos con el rabo entre las piernas, pero
los fariseos, vista la derrota de sus socios, toman el relevo y le preguntan
cuál era el principal Mandamiento de la Ley.
La
pregunta dejaba el círculo bastante cerrado porque se movía dentro de la Ley
mosaica y la respuesta no era difícil de prever. En realidad, en todas estas
preguntas se aprecia que lo que estaban haciendo los sacerdotes eran no solo
poner a prueba sus conocimientos, sino que cometiese un error y expresase
cualquier idea punible, cualquier blasfemia, para poder utilizarla contra Él.
Si no es imposible concebir una pregunta tan simple como la de elegir entre los
Diez Mandamientos el principal de ellos.
-Primero
–contesta Jesús- amarás a Dios sobre todas las cosas y segundo amarás al
prójimo como a ti mismo. Es curiosa esta segunda parte de la respuesta, que
solo se puede justificar porque, como he dicho más arriba, la cuestión se circunscribía
al ámbito de la Ley.
Amar
al prójimo como a uno mismo constituye lo que hoy llamamos “regla de oro de la ética”
y la formulan, de uno u otro modo, absolutamente todas las religiones, muchísimas
otras corporaciones laicas y la inmensa mayoría de los filósofos. De hecho, el
Levítico, que ya por entonces tenía 1.300 años de antigüedad, expresa la idea meridianamente,
y siglos más tarde, unas décadas antes de Cristo, el gran ideólogo de los
fariseos, Hilel, responde a la petición que le hacen de que emita un resumen de
la Torá: “No hagas a tu prójimo lo que no quieres que te hagan a ti; todo lo
demás es comentario.” No hará falta recordar que la Torá se componme de 5
libros y que supone más de un 15% del Antiguo Testamento.
Pero
lo sorprendente es que esta conversación con los elementos judíos provocadores
se produce en martes, cuando el jueves, solo 48 horas más tarde, Jesús va a
soltar una de las bombas determinantes de su doctrina. Tal vez lo más decisivo
después de su Muerte y Resurrección: “Amaos los unos a los otros como yo os he
amado”. Vamos a reformularlo. “Amad a vuestro prójimo como solo puede amar un
Dios”. Naturalmente que esto dejaría en mantillas la respuesta que había dado
el martes.
Pero
aún añadió más: “Este será el signo distintivo del cristiano”; su exclusividad.
Jesús
aprovechaba aquellas horas en el Templo para enseñar a los oyentes los secretos
de las Escrituras y explicárselos. Dicen los evangelistas que durante el día
enseñaba en el Templo, por la noche paseaba por el Monte de los Olivos y luego
dormía en Betania.
[1] [1] Los
fariseos suponían el grupo religioso dominante (en número), en Palestina.
Muchas de sus creencias eran comunes con el cristianismo, por lo que hay
autores que creen que la familia de san José seguía la observancia farisea. Su
característica era que lo primordial era el cumplimiento de las 613 normas que
se habían dado. Esto les hacía odiosos a los ojos de Jesús, porque entre ellos
se valoraban no por sus cualidades humanas o religiosas, sino por el grado de cumplimiento
de la normativa., lo que suponía un monumento a la hipocresía.
[2] En aquel momento el Sumo
sacerdote y los principales sacerdotes del judaísmo era saduceos.
[3] En realidad, Jesús les había planteado a los
saduceos una “trampa saducea”, que es aquella pregunta en la que, se conteste
lo que se conteste, el que responde siempre sale perjudicado. Un poco más
adelante ellos le devolverán la moneda. La expresión “trampa saducea” viene de
aquí aunque, como se ve, el primero que la usó fue Jesús.
[4] Los publicanos eran cobradores
de impuestos que obtenían de Roma una concesión quinquenal que conseguían por
una subasta pública. Por lo tanto, apretaban al pueblo para sacar el mayor
beneficio posible a lo que pagaron por poder ser recaudadores. Además, eran
necesariamente colaboracionistas con los romanos. Todo ello hacía que los
judíos los despreciasen.
[5] Había varios tipos de denarios
en circulación; no se puede saber cuál fue el que le presentaron.
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