V.- VIERNES SANTO
Por
la mañana Caifás reunió a los integrantes del Sanedrín para ratificar la
condena a muerte de Jesús, como así se efectuó. Es probable que no asistiesen
los miembros que eran seguidores de Jesús, que alguno había, porque se sabe que
la decisión fue unánime.
Pero
el Sanedrín no tenía capacidad para condenar a muerte. El único que podía hacerlo
era el gobernador o prefecto romano, que en este caso era Poncio Pilato, pues
Judea, con relación a Roma, gozaba (o sufría) de un status parecido al que hoy
sería un protectorado.
Los
sacerdotes, ante Pilato, acusan a Jesús de haber dicho que era el Hijo de Dios,
pero eso para la ley romana no era un delito, así que el gobernador decide dejar
libre a Jesús. Entonces cambian la acusación y ahora dicen que permitió ser aclamado
como rey. Eso sí entraba en el ámbito penal romano y Pilato no tuvo más opción
que aceptar la denuncia. Pero enterado de que Herodes[1],
tetrarca de Galilea, estaba en la ciudad, vio la oportunidad de quitarse aquel
“marrón” de encima y decidió remitírselo para que él lo juzgase, pues el
acusado pertenecía a su jurisdicción.
Herodes,
que ya había oído hablar de Jesús, se interesó por su persona, pero observaba
sorprendido que no respondía más que con el silencio a las acusaciones de los
sacerdotes. Así que se limitó a burlarse de él y a devolvérselo al gobernador.
Dice Lucas que Herodes y Pilato, que hasta entonces se llevaban mal, desde ese momento
se hicieron amigos.
De
nuevo en el palacio del gobernador, Pilato intenta dejarle ir pues ahora, a su
opinión de ausencia de delito se añade la de Herodes. Pero los sacerdotes y quienes
que se habían ido arremolinando alrededor del palacio, bien manejados por
agentes infiltrados, le exigen que lo crucifique.
En
todo momento se detecta la voluntad de Pilato de salvar la vida a Jesús. Es comprensible.
Una caterva de histéricos con rizos cayéndoles por los aladares, le traen a un
tío con el rostro tumefacto que, según dicen, pretendía ser el hijo de Dios.
Bueno ¿Y a él qué le contaban? ¿Qué querían? ¿Qué condenase a muerte a un pobre
desgraciado que probablemente sería un loco, o un mentecato, o un chungón?
Además, había recibido un recado de su mujer, Claudia Prócula[2], diciéndole
que había tenido un sueño y que sería mejor que se mantuviese al margen del
asunto del galileo.
Entonces
el prefecto tiene una idea. Los romanos tenían preso a un tal Barrabás que estaba
condenado a morir crucificado por participar en una revuelta que terminó con un
muerto. El gobernador romano, por la Pascua, tenía la facultad de soltar a un
preso, y Pilato pensó que dando opción al pueblo a elegir si perdonar a Jesús o
a Barrabás, saldría elegido Jesús que, en verdad, no había hecho mal a nadie.
Pero la consulta resultó un fiasco, porque el pueblo, ya digo que hábilmente
manejado, optó por salvar la vida del forajido, no una, sino las tres veces en
que Pilato planteó la cuestión[3].
Ante
el fracaso de su plan concibe ahora una deplorable idea: torturarle y darle la
libertad. De hecho Lucas pone en su boca: “Le castigaré y luego le soltaré”.
Creía que si se lo mostraba al pueblo en condiciones lastimosas, la gente se
apiadaría de Él, así que ordenó que se le flagelase pero que se cuidase que de
ningún modo muriese durante el tormento.
Los soldados se lo llevaron a su cuartel, lo
despojaron de su túnica para que quedase su espalda al desnudo y lo ataron a
una columna con los brazos en alto[4] y
los pies tocando levemente el suelo. Aunque la ley hebrea fijaba el máximo de
azotes que el condenado podía recibir, aquí el tormento se aplicaba bajo la
legislación romana que no ponía límite a este castigo. Además en este caso las
instrucciones eran claras: tortura hasta que cause lástima al gentío que
esperaba en el patio, pero sin que muera.
Se
le flageló con un flagrum, que
consistía en tres tiras de cuero, como de medio metro de largo cada una, unidas
por un extremo a un mango de madera no muy largo. Cada una de las tiras de
cuero llevaba en el término contrario dos bolitas, de plomo o de hueso, de manera
que cada latigazo acarreaba tres cintarazos con el cuero y seis heridas por las
concreciones duras de las puntas.
No
se sabe cuántos latigazos recibió Jesús, pero sí se sabe que fue torturado
hasta quedar irreconocible. Recibió golpes en todo el cuerpo desde las piernas hasta
el cuello. La paleomedicina forense, estima que, además de las terribles
heridas exteriores, sufrió sin duda lesiones internas en el corazón, la pleura,
el hígado y los riñones, con lo que conlleva la disfunción de estos órganos en
la química del organismo humano.
Es
seguro que terminado el suplicio, al ser desatado Jesús caería al suelo sobre
un charco de sangre. Literalmente no podría tenerse en pie; estaría
hiperventilando por la pérdida de sangre y eso le tendría agotado. Y luego el
dolor. Simplemente el dolor, sin otras consideraciones médicas, por aquellos
latigazos sobre una piel que sabemos que estaba irritada desde que la noche
anterior, en Getsemaní, había sudado sangre.
Para
terminar su tarea los soldados lo disfrazaron de rey ¿No quería ser rey? Pues
ahora lo iba a ser. Sentado, le facilitaron los tres signos reales, le
cubrieron con una capa púrpura, le dieron una caña por cetro y le impusieron
una corona… de espinas. Al dolor físico del suplico recién soportado, se añade la
befa a quien le quedaban pocas horas de vida. Los torturadores pasaban ante él
y le hacían remedos de reverencias y, para no ahorrarle ningún dolor ni
vejación, le daban de bofetadas e, incluso, golpeaban con una vara la corona de
vez en cuando para que las espinas se clavasen más en su cabeza.
La
piltrafa, la llaga viviente que le trajeron sus soldados, Pilato tuvo la
desvergüenza de presentarla a la gente, Ecce
homo, solicitando su compasión. Pero aquel pueblo de pedernal volvió a exigir
amenazante que fuese crucificado. Pilato ya no lo intentó más; percibió el
riesgo de una revuelta popular y claudicó mientras se lavaba las manos[5].
Los judíos, desde la calle, aplaudían su decisión y recababan para sí,
colectivamente, la responsabilidad moral de esa muerte.
Enseguida
le quitaron la capa, le volvieron a poner sus propias ropas y, con su cruz a la
espalda lo echaron a caminar calle arriba en dirección al sitio donde sería
ejecutado, que era un lugar extramuros de Jerusalén llamado Gólgota (que quiere
decir cráneo o calavera) a menos de un kilómetro de distancia del palacio de
Pilatos. Menos de un kilómetro desangrado, asfixiado, herido, cuesta arriba y
cargado con su propia cruz.
La
muchedumbre que había estado esperando la resolución de Pilato ahora atestaba las
bocacalles que confluían en lo que siglos después se llamaría la Via Dolorosa.
Él, que nunca había hecho mal a nadie, tuvo que sufrir la presencia de un
público trufado de satisfechos enemigos: los saduceos (que eran rigoristas con
la Ley y odiaban a los “nuevos profetas”), los fariseos (a quienes había
fustigado por hipócritas), los violentos zelotes (que le achacaban tibieza
contra los romanos), los colaboracionistas con Roma (que temían que Jesús encabezase
una revuelta)…
Pero
también encuentra a gente que está de su parte; curiosamente los Evangelios solo
mencionan mujeres. Unas que lloraban al ver su sufrimiento y a las que él mismo
consuela, otra que secó de su cara, con un paño, la sangre que manaba de sus
heridas y allí quedó impresa su verdadera efigie[6] (vero icono)… Y, desde luego, María su madre que le
acompañará hasta el final.
Jesús,
en las precarias condiciones en que se encontraba, no puede con el peso de la
cruz y cae al suelo sin poderse levantar. Los soldados agarran a un espectador,
un judío de origen libio llamado Simón, probablemente llegado a Jerusalén para
celebrar la Pascua, y le obligan a llevar la cruz. Aun así, Jesús tiene que
hacer grandes esfuerzos para subir la cuesta que le lleva al Gólgota y aún cae
dos veces más.
Cundo
llegan a su destino, a la cima del Gólgota, el centurión y cuatro soldados que
lo han conducido hasta allí, le quitan su túnica pues más tarde se la jugarán a
los dados. Lo habitual es que, como parte de sus emolumentos, los soldados asistente
a una ejecución distribuyan entre sí las diversas prendas del vestuario del reo
o, incluso, con frecuencia las descosan y se repartan la piezas de tela, pero
la túnica de Jesús es inconsútil, no tiene costuras, y es mejor que se la lleve
uno toda entera que trocearla para el reparto.
Con
la cruz en el suelo, los soldados tumban a Jesús encima y le clavan por las muñecas
cada una de las manos en cada uno de los extremos del travesaño. Luego,
montando uno de sus pies sobre el otro, los atraviesan con un clavo que, de un
martillazo queda fijado al larguero de la cruz. Arriba, ponen, como es
preceptivo, un cartel con la causa de su ejecución: JESUS NAZARENO REY DE LOS
JUDIOS. Ya está; ahora, con ayuda de unas cuerdas, ponen la Cruz enhiesta.
Nadie se ha Poe ocupado de quitar al reo la lacerante corona de espinas.
La
agonía empieza a las 12 del mediodía y justo en ese momento la oscuridad se
extiende sobre la tierra. Aunque sabe que le quedan pocas horas de vida sus
pensamientos son para los demás: ruega al Padre que perdone a quienes lo martirizan
y matan; da esperanzas a uno de los dos ladrones que sufrían junto a Él la
misma pena de crucifixión, y encarga a su discípulo amado, Juan, y a la Virgen que
se cuiden mutuamente en su ausencia.
Luego
vuelve sus atenciones hacia sí: primero reza el salmo 22 “¿Dios mío! ¡Dios mío!
¿Por qué me has abandonado?” (Eloí, Eloí,
lama sabactaní), después pide que le den de beber porque debía tener la
boca seca y le hacen llegar hasta la boca con una vara una esponja empapada en
el agrio vino que beben los legionarios romanos, Por último da su misión como
hombre por terminada.: “Todo está consumado” –murmura; e inmediatamente encomienda
su espíritu a las manos del Todopoderoso.
Eran
las 3 de la tarde del viernes 14 nisan
cuando Jesús, dando una gran voz, inclinó la cabeza y devolvió su espíritu al
Padre.
Dice
el evangelio de Mateo que en el momento de la muerte de Jesús una fuerza
telúrica removió el suelo y el velo del Templo, el velo que aislaba el Santca Sanctoum del resto del edificio,
el velo que mantenía a Dios en un lugar retirado, arcano, donde solo podía
entrar el Sumo Sacerdote y eso solo una vez al año, se rasgó de arriba abajo.
La imagen era nítida: a partir de ahora ese Dios recóndito se converte en un
Dios cercano y asequible.
Los
sacerdotes, pensando que al día siguiente era la fiesta de la Pascua y no
queriendo que los cadáveres quedasen a la vista de todos en el Gólgota, pidieron
a Pilato que quebrase las piernas de los crucificados para, al disminuir la
sujeción al larguero, se acelerase su muerte por asfixia. Así lo dispuso el
prefecto, pero cuando un soldado, llamado Longino, fue a ejecutar la orden en
Jesús observó que ya había muerto. Aun así clavó su lanza en el corazón del
Crucificado y de la herida salieron al punto sangre y agua que tal vez fuese líquido
pericárdico generado por una pericarditis causada por la flagelación.
![]() |
Andrea Mantegna (1431–1506) Lamentación sobre Cristo muerto. Entre 1475 y 1501. Tempera sobre tela. 66 × 81 cm. Pinacoteca di Brera, Milán, Italia. foto extraida de https://euclides59.wordpress.com/2014/08/16/andrea-mantegna-y-el-escorzo-lamentacion-sobre-cristo-muerto/ |
Aquella
misma tarde José de Arimatea, miembro del Sanedrín pero que seguía secretamente
a Jesús, le echa valor y se presenta en el Palacio de Pilato pidiéndole permiso
para bajar el cadáver del galileo y enterrarlo en una tumba de su propiedad aún
sin estrenar. Pilato accede y él, junto con Nicodemo, otro miembro del Sanedrín
que era secreto seguidor de Jesús, y probablemente con la ayuda de la Virgen y
de aquellas mujeres amigas suyas que no se separaban de ella para consolarla, lo
bajan de la Cruz con una sábana, lo embalsaman con mirra y aloe y lo amortajan
con lienzos de lino. Luego cierran la tumba haciendo rodar una pesada piedra hasta
que la entrada queda totalmente obstruida.
A cierta
distancia, María Magdalena y María la de José contemplan la escena tomando
buena nota de dónde está siendo enterrado el Rabí.
© Canel
10 de abril
AÑO 1º de CONFINAMIENTO
[1] Herodes Antipas, tetrarca de
Galilea y de Perea pero sin jurisdicción sobre Judea, era algo así como el monarca,
siempre bajo la supervisión de Roma.
[2] Prócula subió a los altares y es
santa para la Iglesia ortodoxa oriental y para la Iglesia ortodoxa etíope, que
también considera santo a Poncio Pilato.
[3] El asunto de Barrabás es muy
enigmático. No se sabe bien ni quién era ni qué es lo que hizo, Podría ser un
terrorista político (acaso por ello estaba el pueblo nacionalista de su parte)
o un simple bandolero, como dice Juan. No se tiene noticia de la supuesta costumbre
(ni romana ni hebrea) de soltar un preso por Pascua y, por último, parece
bastante bien documentado que se llamaba Jesús Barrabas. Pero resulta que Bar Abba
quiere decir en arameo “Hijo del Padre”. ¿Era, por tanto, el preso “Jesús Hijo
del Padre”? ¿Serían Jesús y Barrabas una misma persona y este episodio es fruto
solo de una deficiente traducción?
[4] La iconografía y la historia no
tiene por qué ir de la mano. Con las brazos en alto el reo respira mejor, no
puede mover los codos o el cuerpo para hurtarlo de los latigazos y si se
desmaya no cae al suelo.
[5] La prestigiosa revista
científica norteamericana Sciencie, publicó
un septiembre de 2006 un artículo sobre la tendencia del hombre a lavarse las
manos cuando realiza actos contarios a su conciencia.
[6] El episodio de la Verónica no
aparece en ninguno de los 4 evangelios canónicos. Es una figura que pertenece a
la Tradición.
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