SÁBADO DE GLORIA
Mientras en la Ciudad
Santa millares de jerosolimitanos y de peregrinos
venidos de todo el mundo celebraban ese sábado la pascua, los discípulos de
Jesús estaban acobardados en sus casas, escondidos, tal vez reunidos en grupos
pequeños.
El Maestro estaba
muerto y enterrado. Había pasado de ser un profeta que pretendía ser el Mesías
a ser un pobre fracasado.
De pronto la grey se
había quedado sin pastor. Al desconcierto que eso les producía había que añadir
el dolor por su trágica muerte. Y además estaba el desasosiego por el cargo de
conciencia que les producía el haber huido cobardemente desamparando a su jefe,
rabí y amigo.
Y luego estaba el temor
a que la persecución no hubiese terminado en Jesús y se prolongase hacia ellos,
así que la posibilidad de una redada contra los seguidores de Jesús hacía que los
apóstoles anduviesen escondidos y sin duda aterrorizados. Desde luego dice Juan
que, aún el domingo por la noche, estaba todos reunidos, “estando cerradas por
miedo a los judíos, las puertas de la casa”.
Tampoco cuentan nada
las fuentes más serias de lo que hizo durante el sábado la madre de Jesús, pero
es fácil imaginar llorando, consolada por sus amigas, a una madre joven, menor
de cincuenta años que ha perdido un hijo, lo que ya es antinatural, habiendo
asistido a su dramática y dolorosa muerte, lo que es aún más antinatural.
¿Qué pasaría aquel
sábado por la mente de todos ellos? ¿Se acordarían de las muchas veces en que
le habían oído decir que al tercer día de su muerte resucitaría? Probablemente,
pero no querrían hacerse ilusiones; seguro que ni lo comentaban con sus más
cercanos para no parecer ingenuos, y para no aparentar que albergaban ridículas
esperanzas. Pero en su fuero interno… Había que tener mucha fe en el Maestro y
ellos no eran más que hombres, más que simples pescadores.
De quien sí se sabe
algo es de algunas mujeres que habían venido con Jesús desde Galilea. Ellas,
una vez cerrada la tumba donde descansaba el cuerpo del rabí, inspeccionaron la
entrada y se fueron a casa a preparar aromas y esencias para perfumarlo, aunque
ya habías aido embalsamado con 100 libras de mirra y áloe que había aportado
Nicodemo. Luego, al atardecer, al iniciarse el shabat, las mujeres abandonaron su tarea y pasaron el día, como prescribía
la ley, reposando.
Quienes no respetaron mucho
la ley ese sábado de Pascua fueron los escrupulosos… ¡miembros del Sanedrín!
Todos ellos, presididos por Anás y Caifás, yerno y suegro, a quienes Mateo
llama, tal vez con ironía, “los Sumos Sacerdotes”, como si pudiese haber más de
uno, se presentaron ante Pilato y le pidieron que pusiese una guardia en la tumba
de Jesús, porque al haber anunciado tantas veces que resucitaría al tercer día
de su muerte, temían que sus secuaces robasen el cadáver para luego poder decir
que, en efecto, había resucitado.
Pilato, y se detecta
entre las líneas del Evangelio de Mateo que ya con bastante hastío, les
autorizó a que lo hiciesen ellos mismos. “Ahí está la guardia”; organizaos
vosotros mismos.
Fueron los sacerdotes al
sepulcro, aseguraron la losa que cubría la entrada con unas cuerdas, la
sellaron con cera e imprimieron en ella su propio sello. Dos soldados romanos quedaron de guardia a la
puerta de la sepultura.
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