Para
paliar este problema, el gobierno de Burgos, por un decreto de septiembre de
1936, crea la escala de oficiales provisionales. Sus miembros quedarían enrolados
sólo por el tiempo que durase la guerra y, terminada ésta, los nuevos oficiales
devolverían “la pistola y la placa” y se reintegrarían a la vida civil. Eso
hizo que suboficiales, agentes de seguridad o clases de tropa profesionales
tuviesen vedado el acceso a esta escala, pues se suponía que, al acabar la
guerra, el regreso de quienes ya habían sido oficiales a empleos inferiores
generaría más de un lío.
Aunque
las cosas fueron evolucionando desde unos cursos rudimentarios y rapidísimos
(el primero duró 12 días) hasta otros más elaborados, básicamente los
candidatos debían ser voluntarios, tener terminado el bachillerato, estar entre
los 18 y 30 años, haber permanecido en el frente un mínimo de dos meses y
superar un curso en una academia (al principio eran escuelas) especial
diferente para cada arma.
El mismo
día en que se diplomaban, se les asignaba destino y, casi sin solución de continuidad, salían
hacia el frente y tomaban el mando de una sección siempre en alguna unidad de
las que operaban en primera línea.
Como
consecuencia de la peligrosidad de los puestos a los que se les destinaba y de
su bisoñez, palmaban casi antes de darse cuenta de que estaban en la guerra. Su
alta mortalidad hizo que se acuñase la frase “alférez provisional: cadáver efectivo”.
No
importaban las bajas; como los cadetes solían ser chicos de firmes ideología
derechista, el permanente incremento de territorio controlado por los
nacionales hacía que siempre, de las zonas recién “liberadas”, llegase sangre
fresca a las academias y pronto eran sustituidos los caídos.
Su
distintivo era una estrella de seis puntas, como el de los alféreces de la
escala activa, pero los provisionales la llevaban en la pechera de la guerrera
o de la camisa sobre una estampilla rectangular negra de 13 x 7 cm.
Salieron
de las diferentes promociones 29.074 alféreces de Tierra, de los que unos
22.000 pertenecían a Infantería. A ellos habría que añadirles algo más de un
millar entre alféreces del Aire y de Infantería de Marina. Sorprendentemente,
aquella creación de Mola concebida para “estampillar” a unos mil nuevos
oficiales, al final de la Guerra suponía las dos terceras partes del total de
oficiales sobre las armas del bando rebelde.
Los
alféreces provisionales se portaron francamente bien. De las 70 Laureadas que
se concedieron en toda la guerra, 15 fueron prendidas en el pecho de estos
chicos. Además recibieron 363 Medallas Militares, lo que supone el 30 % de las
otorgadas en toda la campaña. Al terminar la guerra unos 8.000 alféreces habían
ascendido a teniente y unos 500 a capitán, todos ellos por méritos de guerra.
Pero
habían regresado a sus hogares en una caja de pino nada menos que 3.000 mozos
que, desgarradoramente para el futuro de nuestro país, formaban parte de su juventud mejor
preparada.
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