miércoles, 31 de julio de 2013

VOLUNTARIOS EXTRANJEROS EN EL BANDO NACIONAL


El llamado “bando nacional” durante la Guerra Civil, además de la importante ayuda “oficial” de Alemania e Italia, recibió la de otros voluntarios extranjeros. Franco no tenía excesivo interés en esa ayuda, pues temía que la URSS, si veía a otros países echándole una mano, denunciase el acuerdo de No Intervención, y la desaparición de ese tratado permitiría a Francia y Gran Bretaña ayudar a la República. Así que el número de los que vinieron fue pequeño en proporción a los que lo solicitaron.
El grupo más numeroso fue el de los llamados “Viriatos” portugueses (literalmente “Viriatos” sólo lo fueron los primeros 150 llegados, todos  ellos asesores) que, según la mayoría de los historiadores, fueron algo menos de mil. No formaron unidad propia
por el temor de Oliveira Salazar a la opinión británica, así que  se alistaron desperdigados entre la Aviación, la Legión o las milicias de la Falange o del Requeté.
El segundo grupo en importancia fue el de los irlandeses. Aunque en Irlanda se enrolaron 10.000 voluntarios, el veto de su gobierno y la falta de barcos españoles para traerlos hizo que el contingente se redujese a unos 700 hombres, que llegaron en grupos pequeños y clandestinamente en los dos últimos meses de 1936..
Con esos efectivos humanos, se fundó la XV bandera (batallón) del Tercio. En febrero del 37 se desplegó en el Jarama donde, aun sin participar en la batalla, sufrió algunas bajas. Por sus constantes y graves problemas de disciplina (siempre por el alcohol) y por su escasa eficacia en combate, Yagüe disuelve la unidad. Entonces los irlandeses votan para decidir si se quedan en España por libre o si se vuelven a Irlanda. Gana esta última opción por 654 votos a 9. Así que en junio de 1937 se repatrían vía Lisboa.
También vino en ayuda de los rebeldes un contingente de aquellos “rusos blancos”, que combatieron contra la revolución soviética entre 1917 y 1920, enviados por una Unión de Excombatientes parisina. Llegaban pasando clandestinamente los Pirineos (los gendarmes franceses mantenían un tupido control de la frontera) aunque algunos lo hicieron por mar.
Se esperaba poder alistar una bandera de la Legión totalmente rusa, pero como sólo llegaron 96 hombres no se pudo formar la unidad, con lo que cada uno se fue enrolando en el Requeté o en la Legión. Quien más rusos recibió (treinta) fue el Tercio de Aragón “Doña María de Molina”, donde juntos pudieron formar sólo una sección.
Entre los voluntarios había antiguos generales (uno de ellos de sesenta años), coroneles y oficiales. Todos quedaron encuadrados como soldados rasos aunque, lógicamente, pronto ascendieron alcanzando muchos el empleo de capitán. Terminada nuestra guerra, bastantes volvieron a la carga contra el comunismo en la División Azul.
Otro grupo fue el de los franceses. Los voluntarios galos, contra los deseos de su gobierno (en Francia también gobernaba el Frente Popular), llegaron individualmente alistándose en la Legión, los carlistas o la Falange.
En Mayo de 1937 Burgos autorizó la organización de una bandera de la Legión en Talavera de la Reina, con el nombre de “Jeanne d’Arc”. La idea era reagrupar a los combatientes que ya estaban encuadrados en la Falange o el Requeté (no los que estaban en el Tercio) a los que se añadirían otros 3.000 voluntarios que aún estaban en Francia, más 68 vehículos y  diversos equipos de sanidad. El compromiso de los que viniesen sería por toda la campaña excepto si su país entraba en guerra, en cuyo caso serían licenciados para combatir con su patria.
A finales de junio, Yagüe comunica al Cuartel General de Burgos que entre los voluntarios galos ha detectado a dos espías del gobierno francés. Pero lo peor era que, por entonces, toda la recluta se reducía a dos oficiales (enemistados porque ambos pretendían mandar la unidad) un sargento y veinticinco soldados. De los tres mil, “rien de rien”.
Durante el verano llegan a ser 200 hombres, con lo que algunos se atreven a catalogar aquello de bandera y otros sólo de compañía. En septiembre ya eran solamente 2 oficiales, 8 sargentos, 10 cabos y 59 legionarios; el 26 de ese mes Burgos decide que la bandera se convierta en compañía.
En adelante, aunque se agregaron 6 belgas, 6 argelinos, 5 rusos y 5 suizos (todos francófonos), la compañía nunca alcanzó los 75 hombres. Varias razones se alegan para justificar tan parca cosecha, pero parece que las rencillas entre los partidos de derechas galos, responsables de la recluta, así como algún que otro latrocinio entre las organizaciones encargadas de recaudar fondos para la bandera, no fueron ajenos a este fracaso.
Además de los citados, hubo 7 rumanos (dos se ganaron una Medalla Militar Individual) y 4 norteamericanos (aviadores). En diversas unidades se han localizado soldados de nacionalidad croata, estonia, filipina, finlandesa, holandesa, húngara, letona, polaca, suiza, yugoslava y de otros orígenes, entre los que se encuentra un buen puñado de hispanoamericanos.
Portugueses, irlandeses, franceses, rusos blancos, belgas, argelinos y todos los voluntarios citados en el párrafo anterior, no alcanzaron entre todos los 2.000 hombres.

martes, 30 de julio de 2013

CERDOS CONTRA ELEFANTES

Al hombre siempre le han gustado las peleas de animales. No sólo  las peleas entre gallos, perros o serpientes, sino también a lucha entre bichos de diferentes especies: toros contra tigres, tigres contra leones, osos contra tigres… Pero la Historia registra un enfrentamiento sorprendente.
A la muerte de Alejandro Magno (323 a. C.) su imperio quedó repartido entre sus generales, a los que se conoce como diácodos  (sucesores). Pronto su ambición les llevó a pelear entre ellos y así anduvieron durante 20 años.
Uno de estos diácodos, Antígono, al que, por tuerto, el pueblo apodó  Polifemo y la Historia Monoftalmos, asediaba la ciudad ática de Megara que, aunque había correspondido en el reparto al general Antipatros, ya se la había madrugado, manu militari, otro general: Casandro.
Cuenta Polibio que en una batalla en los alrededores de Megara, las tropas de Antígono atacaron  a las sitiadas con elefantes, pero los de Casandro, para defenderse, untaron con grasa a los cerdos de la ciudad y, tras prenderles fuego, los lanzaron contra el ejército de proboscídeos.
No tanto por las llamas, que pronto se apagaron, como por lo horrísono de los chillidos que daban los gorrinos debido al escozor que les producían las quemaduras, los elefantes, asustados, se desmandaron y la ciudad se salvó.
Pero Casandro aprendió la lección y, desde entonces, ordenó que sus elefantes, como parte de su instrucción, conviviesen con los cerdos para que se acostumbrasen a sus gruñidos y estridentes gritos.

lunes, 29 de julio de 2013

EL NACIMIENTO DE L’EIXAMPLE


Sorprende que algo tan árido como un plan urbanístico para ampliar una ciudad, contenga algo que pueda interesar al profano, pero la génesis del “Ensanche” de Barcelona, “l’Eixample”, vivió tales vicisitudes que lo que debió ser un simple trámite municipal se convirtió en toda una aventura.
Barcelona, hacia 1850, era una ciudad amurallada en cuyo interior se apiñaban unos 200.000 habitantes. Todos metidos en 250 Has, de las que unas 100 las ocupaban  67 iglesias y conventos (varios con su cementerio anexo), 11 hospitales y 7 cuarteles. Así no extrañará saber que, en sólo ese siglo, la ciudad sufrió 4 epidemias (20.000 muertos) y que la esperanza de vida era de 36 años para la gente  acomodada y de 23 para los pobres.
Además sufría la circunstancia de que, al ser una plaza fuerte militar, estaba rodeada de un hinterland legalmente inedificable que se extendía al terreno que podía alcanzar un tiro de cañón disparado desde el adarve.
Por entonces recorría España una inculta fiebre “antimurallas” que se cargó preciosas construcciones medievales en decenas de ciudades. El ansia de demolición en Barcelona era tal que en 1842, dirigido por  una “Junta de Derribo”, el paisanaje demolió parte de la Ciudadela. La situación la recondujo Espartero cañoneando Barcelona y obligando al municipio  a reparar lo abatido a su propia costa (doce millones de reales).
En 1850 el ayuntamiento convocó un concurso para ensanchar la ciudad ganándolo ¡un médico higienista!, pero tanto este proyecto como otros surgidos hasta 1853 quedaron en agua de borrajas. En ese año, la Ciudad Condal envía al gobierno un proyecto que es rechazado. También en 1853, previendo el consistorio que el muro estaba más maduro para caer que la famosa pera, creó un comité ad hoc. Y ya en 1854 se da el paso definitivo: el ministro de Hacienda, Madoz, autoriza el derribo de la muralla aunque conservando el frente que da al mar, el castillo de Monjuich y la Ciudadela.
En 1855 el gobierno central encomienda al ingeniero Ildefonso Cerdá el levantamiento de un plano topográfico de la posible zona de ensanche; éste lo presenta aderezado con anotaciones urbanísticas. Terminada la faena, ya sin encargo alguno, Cerdá sigue trabajando sobre el particular realizando un estudio que denota una sensacional y asombrosa capacidad de previsión. 
En febrero de 1859 el gobierno le encarga el estudio definitivo sobre el ensanche. El ayuntamiento reacciona convocando en abril un concurso urgente (los proyectos debían presentarse en julio), pero el ejecutivo nacional aprobó el proyecto de Cerdá (que lo tenía muy avanzado) en junio, con lo que surgió un áspero conflicto entre el poder central y el municipal.
Desde Madrid se obliga a Barcelona a exponer los 13 proyectos que le habían presentado, incluyendo el de Cerdá y justificando las puntuaciones concedidas. El consistorio lo hace así, pero deja sin puntuar al que venía de “Madrid”. El conflicto queda liquidado cuando el gobierno, velis nolis, ordena la ejecución del Plan Cerdá en julio de 1860.
La “venganza catalana” se abatió sobre el proyecto, más por ser una imposición de “Madrid” que por la calidad del trabajo. Además, la nivelación social que suponía la igualdad de las viviendas, dirigida previsoramente a una nonata clase media, disgustaba a las esferas más elevadas, que veían así periclitar su visión jerárquica de la sociedad.
Por su parte Cerdá, personalmente, acumuló sobre sí todo el rechazo que es capaz de generar una colectividad ofuscada. De él, nacido y criado en el pueblo barcelonés de Centellas, se dijo que no era catalán, lo que, por lo visto, afectaba a la aptitud del proyecto. Además, como D. Ildefonso no era arquitecto, el corporativismo puso sus mecanismos de defensa en marcha.
Una crítica pintoresca provino del genial arquitecto Luis Domènech, que creía que por las rectas calles que, según el proyecto,  irían a dar al mar, se canalizarían tales corrientes que el viento lanzaría por los aires a los transeúntes; increíblemente la especie tomó cuerpo entre los detractores de Cerdá. Cuando Doménech, proyectó el hospital barcelonés de Santa Cruz y San Pablo usó, para jorobarle, criterios exactamente contrarios a los previstos por el ingeniero en su plan urbanístico.
Al final “l’Eixample”, todo un orgullo para Barcelona, nació del proyecto de un catalán elegido desde “Madrid”. La calidad es universal.

martes, 23 de julio de 2013

EN EL MISMO IDIOMA (O MUERTOS)


La Academia Francesa, fundada por Richelieu en 1635, tenía en su origen, como principal función, dar reglas seguras al idioma. La cuestión era importante pues en esa época, en Francia, aparte de existencia dialectos, se observaba una gran separación entre el habla popular y el habla culta.
Pero pese al carácter obligatorio de las normas emanadas de la Academia, la distancia entre ambas formas de expresarse siguió creciendo hasta que, un buen día, siglo y medio más tarde, llegó la Revolución Francesa.
Como es sabido, según la fonética francesa, el diptongo “oi” se pronuncia como “uá” (p. ej.: bois, bosque o madera,  suena “bua”), pero resultaba que en el francés culto se pronunciaba como “e” abierta; es decir, los nobles no decían “bua” para decir bosque, sino “be”.
Esto fue la perdición para bastantes aristócratas pues los revolucionarios, a quienes decían de sí mismos que pertenecían al pueblo llano, les ponían a leer en voz alta algún texto en el que aparecían palabras que contenían el fonema “oi”. Por un automatismo mental, muchos no podían evitarlo y se les escapaba algún “pé” por “pua” (pois, guisante), “me” por “mua” (mois, mes) o “fe” por “fua” (foi, fe), delatando así su pertenencia a la clase alta y, por lo tanto, poniéndose ellos solitos caminos del cadalso
Desde entonces el patriciado aprendió, quieras que no, por simple espíritu de supervivencia, la normativa de l’Académie y así el idioma francés se unificó. No hizo falta nueva preceptiva académica al respecto.
A la fuerza ahorcan (bueno, guillotinan).

domingo, 21 de julio de 2013

CANEL pide COLABORACIONES



Te recuerdo, resumido, qué es lo que espero de ti:

1.- OBJETO: Cuestiones divertidas, curiosas o generalmente olvidadas u ocultas que afecten o se refieran a personajes, lugares, hechos, dichos… conocidos.
2. TRES CALIDADES DE ENVÍO:
2. 1.- Canel. Te adjunto esto que he escrito. Adiós.
2. 2.- Canel. Ahí te mando mi anécdota, pero échame una mano porque me parece que me ha quedado un poco pobre
2. 3.- Canel. No me acuerdo muy bien, pero creo que hay una historia en la que Honorato dei Friuli se comió su propio cetro en 1996, para celebrar que el Atleti hizo “doblete”, y hubo de comprarse otro en el “Rastro” ¿Podrías escribir algo al respecto?
3.- EXTENSIÓN. No sobrepasar la extensión máxima de dos páginas por cada anécdota que envíes, tal y como yo hago.
Para los que entiendan un poquito repetiré que yo uso las siguientes características tipográficas: INICIO: FUENTE: Times New Roman; TAMAÑO: 14; MÁRGENES: Justificados; ESPACIADO ENTRE LÍNEAS Y PÁRRAFOS: 1,5. DISEÑO DE PÁGINA: ESPACIADO ANTES: 0; ESPACIADO DESPUÉS: Automático.
4.- ARGUMENTOS.- Cualquiera que tenga un mínimo de interés. Probablemente sin que lo recuerdes, conoces muchas anécdotas que podrías contar. Si no, búscalas detrás de frases conocidas como las de  “manos blancas no ofenden” o “las reinas de España no tienen piernas”.
Las biografías son buenísima fuente de anécdotas.
Hay mil libros de anécdotas: a los “AMIGUETES” de Hispanoamérica (no sólo Perú) les encarezco que rebusquen en las “Tradiciones Peruanas” de Ricardo Palma.
5.- NIVEL.- No lo subamos demasiado. A día de hoy somos 98 “AMIGUETES”, todos con nuestras carencias culturales. Considera que no todo el mundo sabe (sobre todo en conocimientos sectoriales), lo mismo que tú. Pero no lo bajes demasiado, mantengamos en lo posible la máxima calidad en nuestros escritos.

Espero vuestras colaboraciones

 

Un abrazo y feliz verano.
Canel.

viernes, 19 de julio de 2013

¿CUAL FUE EL PRIMER FERROCARRIL DE ESPAÑA?



A la pregunta de cuál fue el primer ferrocarril que funcionó en España, muchos contestarían que la línea Barcelona-Mataró. En efecto, este trayecto se inauguró en fecha tan temprana como el 28 de octubre de 1848

Pero los más avisados contestarían con más precisión: la primera línea fue la que unía La Habana con el municipio de Bejucal, en Cuba; ésta sería no sólo la primera de España sino de todo Iberoamérica y fue inaugurada el 19 de Noviembre (día de Santa Isabel, en homenaje a la reina) de 1837.



En efecto; esta respuesta no es una “boutade”. Aunque por simplificar  se denomina a la América hispana como “colonias” e, incluso, a la época virreinal se le llama también “colonial”, la realidad es que Cuba, como el resto de América y las “colonias” del Pacífico, formaban parte de España. Por si hay alguna duda, diré que los destinos de nuestra patria se dictaron en Cádiz en 1812 y en esas cortes, cuyas decisiones afectarían a orensanos, ceutíes, palentinos o sorianos, hubo 185 diputados de los que 54 venían de América y aún tres más de Filipinas.

Volvamos al tren cubano. Al año de ponerse en funcionamiento la línea, cuatro de sus ocho locomotoras estaban fuera de servicio; una de ellas al atropellar, sólo dos meses después de la inauguración de la línea, a una vaca, lo que provocó un descarrilamiento. Todo muy de García Márquez.

Así que la respuesta de la línea férrea cubana hubiese sido correcta si no fuese porque… aún en la Península, hay un precedente muy poco conocido.

La Real Compañía Asturiana de Minas explotaba una mina en Arnao (la primera de España en la que se registran mujeres mineras), concejo asturiano de Castrillón, cuyo producto era llevado a Avilés, a unos 5 kilómetros,  para ser allí embarcado y exportado.

Para el transporte del mineral hasta el puerto, la compañía puso en funcionamiento una línea férrea de vía estrecha y tracción animal que se inauguró en 1834. Su construcción, que dirigió el ingeniero astur Adolfo de Soignie, requirió practicar un túnel, llamado de  San Martín, de 615 m de largo, 2,50 de ancho y 3,30 de alto. La obra se ejecutó en 20 meses y costó 12.000 duros (y eso que los terrenos los había regalado Isabel II).

jueves, 18 de julio de 2013

CANEL, EL PACIENTE IMPACIENTE




La realidad es que las relaciones que he mantenido hasta hace pocos meses con mi aparato digestivo no han sido lo que se dice amistosas.
Al principio se sostuvieron sobre un franco desdén por ambas partes, probablemente resultado de un mutuo desconocimiento entre ellas. Pero poco a poco devinieron en acerba enemistad que se manifestaba en las agresiones que yo realizaba a mi estómago, obviando los males que en aquel momento pudiese sufrir mi principal órgano gástrico. Al tiempo, él se vengaba enviándome flatos, acideces, náuseas, cólicos, diarreas y descomposiciones en general, sin otro motivo que el de mortificarme.
Pero yo, por algún ignoto azar, nunca tuve dolores abdominales, y para jorobar a mi sistema digestivo le decía: ¿no quieres caldo?; taza y media. Y replicaba a los incidentes intestinales con morcilla de Burgos, callos a la madrileña, pulpo a feira u otras violentas arremetidas de similar jaez.
Además, cierto día conocí a un dizque doctor que aprobó mi actitud, alegando que si yo tenía alguna bacteria, virus o similar en la flora intestinal –decía con cierto tufillo a cariñena en su aliento- cuanto más torrentosas fuesen las diarreas sería mejor para mí, pues más veloz y activamente se limpiaría todo el tracto digestivo de bichitos indeseables. 
Como la capacidad del hombre para autojustificarse es infinita, en adelante ya tuve clavo ardiendo al que agarrarme y cuando, en plena temporada de hostilidad estomacal, se presentaba ante mí una buena fabada, me la apretaba sin repugnancia esperanzado en que la subsiguiente correntía limpiaría de microbios hostiles mis vías naturales de evacuación.
En esas circunstancias mi oíslo, con esa sutileza que manejan, arteras, las esposas para convencer a sus maridos, me insinuó con suaves y sugerentes palabras que fuese a visitar a un galeno especialista en aparato digestivo:

-¡Ahora mismo llamas al médico y pides hora! ¡Imbécil!
Lo hice, desde luego, quedando citado con él un lunes a las seis de la tarde en su consulta del sanatorio del Rosario.
He de advertir que mi opinión sobre la clase médica no es de las mejores que se puede tener sobre un colectivo profesional. No individualmente, pues los médicos me parecen tipos como cualesquiera otros y tengo el honor de gozar del parentesco y la amistad de muchos de ellos, pero observo que en cuanto se ponen la bata blanca algo cambia en su mente y se convierten en miembros de una casta absolutamente soberbia y engreída.
A veces dudo si en verdad será cosa de la bata, porque exactamente el mismo atuendo llevan los churreros y no son tan presuntuosos. También pensé que la culpa sería de lo del estetoscopio colgado al pescuezo, hasta que descubrí que eso lo llevan sólo los médicos jóvenes porque creen que así el respetable les distinguirá de los camilleros.
En fin, no quiero transitar más por este camino porque sé que me enciendo poco a poco. Yo admito que siento por los médicos (cuando tienen la bata puesta, desde luego) algo así como una fobia mórbida que me hace ser injusto con ellos, pero tengo un amigo, que se llama Olimpio, que ha pasado ya de la fobia mórbida al odio sarraceno que es, como se sabe, la etapa previa al galenicidio. Yo espero no llegar nunca a esa fase aunque, tal y como van las cosas… No sé. No sé.
Así que el mencionado lunes, después de comer en Casa Peláez, de la calle de Lagasca, me fui al sanatorio para ver qué me decía el doctor. Llegué a las seis menos diez, me apunté en la lista de espera y al preguntar si ya había llegado el médico a la consulta me informaron de que todavía no.
DIPUJO PROPIEDAD DE
Jorge Bustamante
www.dibujos-humor.blogspot.com
Me senté en una gran sala y, poco a poco, aquello se fue llenando de pacientes, creo que no sólo para el tío aquel del aparato digestivo sino también para doctores de otras especialidades. Y se fue llenando porque, ante mi creciente indignación, pasaban los minutos sin que llegase el doctor que me había citado. Yo, acaso sobreexcitado por los espirituosos ingeridos en Casa Peláez, me iba poniendo cada vez más irritado. Y ya, faltando cinco minutos para que diesen las siete de la tarde por mi reloj, hizo acto de presencia aquel pollo que, con una parsimonia hiriente para los que estábamos esperándole, en vez de ponerse al tajo inmediatamente, entabló alegre palique con su enfermera-recepcionista.
Distaba unos 7 u 8 metros del mostrador de la enfermera y él estaba aún detrás de ella, con lo que es posible que nos separasen como unos 10 metros. Así que, por encima de todo el gentío que estaba en medio, de mostrador y de enfermera, empecé a gritarle no recuerdo muy bien qué, pero supongo que espetándole que era un caradura, que cómo tenía la desvergüenza de tratar así a sus pacientes, que quién se creía que era, que se iba a enterar y esas estupideces que se dicen en casos como este.
Como soy consciente de que Dios, a quien no tengo gracias suficientes que darle para corresponder a los muchos dones que me ha otorgado, castiga mis abundantes pecados con ciertas digamos que indefiniciones en la claridad de mi dicción, me percataba de que el médico no se enteraba del contenido de mis gritos, aunque sí de que había un tipo en su sala de espera que profería grandes alaridos.
Él, después de mirarnos varias veces alternativamente a mí, intentando interpretar los borrosos exabruptos que salían de mis labios, y a su enfermera, tal vez con la muda sugerencia de que, en lo posible, me desviase a la consulta de psiquiatría, se metió en su despacho.
Tras tal escena no podía , claro, entrar en la consulta de aquel tío so pena de arriesgarme a que me clavase un bisturí en el corazón, así que, acabado todo aquel numerito, opté por marcharme a mi casa no sin antes pasar, aún indignado, por la oficina del sanatorio y rellenar la Hoja de Reclamaciones.
Como ya me conocéis supondréis lo bien que lo pasé cumplimentando aquel impreso con expresiones tales como “hechicero de la tribu”, “proverbial soberbia”, “deleznable inverecundia”, “violación dolosa del juramento hipocrático”… En fin, que completé la hoja entera en tres copias de las que la blanca era para mí, la verde para el centro y la amarilla, numerada, era para la inspección, no sé, supongo que de Sanidad.
Con mi copia en el bolsillo (que, además, era mi coartada ante mi señora) me volví a casa absorto en mis pensamientos que, como aún no era famosa Elsa Pataki, giraban alrededor de la novación de mi hipoteca.
Ya llegaba a casa sobre las ocho de la tarde, cuando me puse un poco romántico pensando en lo luminoso que estaba aquel atardecer veraniego; con sus pajaritos, sus mariposas y sus guardias poniendo multas…
¡¿Cómo?! ¡¿Que estaba luminoso aquel atardecer veraniego?! Pero… pero… ¡Si ya era otoño!
¡Dios mío! ¡El sábado anterior habían cambiado la hora y a mí se me había olvidado hacer la modificación correspondiente en mi reloj!
Salí corriendo de vuelta hacia el sanatorio y, acezante, le pedí a la monja jefe que me devolviese la denuncia porque quería romperla, pero resultó que no se podía hacer porque, al estar numerada, la inspección al ver que faltaba un número sancionaría al centro médico.
Solicité, entonces, que me dejase su copia y en ella, en los márgenes, escribí frases de excusa que, estoy seguro, apestaban a algo así como perdóneme usted, señor inspector, pero es que soy completamente idiota.
Y ahí acabó todo. Se ratificaba mi sospecha de que, en efecto, soy completamente idiota (de lo que mi mujer, mucho más lista que yo, tenía ya absoluta certeza) aunque, a cambio, me gané otros tres o cuatro años más sin pasar por el profesional de la medicina digestiva.
Y para vosotros, dos consejos. Uno que no rellenéis nunca hojas de reclamaciones y otro que cambiéis la hora en vuestro reloj cuando toque. Ninguno de los dos consejos sirven individualmente para nada serio, pero si ambas circunstancias se concatenasen (Dios no lo quiera) en un mismo instante…
En fin; me da vértigo hasta imaginarlo.
Canel.