Francisco Javier Sáenz de Oiza, fue un gran arquitecto. Terminó la
carrera en 1946, con premio extraordinario, y al año siguiente obtuvo el primero
de sus dos premios nacionales de Arquitectura. Aunque su calidad profesional
está más que consolidada entre la opinión pública y la crítica, personalmente, parece
que tenía lo que se dice “un pronto” que le convertían en un personaje bastante
desconcertante (y a veces divertido).
Sus obras son muy conocidas porque en la mayoría de ellas no deja
de haber cierta dosis de provocación. Es autor del edificio que en Madrid se
suele llamar “El ruedo” (al borde de la M-30), que es curvo con pequeñas
ventanas y que se concibió como viviendas sociales destinadas a familias de
raza gitana; del santuario de Nª Sra. de Aránzazu, en Oñate; de Torres Blancas,
que es ese edifico compuesto por varios
cilindros de cemento visto, que está en Madrid, justo en donde empieza la
carretera de Barcelona a la izquierda (y donde él vivía); del Palacio de
Festivales de Cantabria, con colorines que desentonan con la estética de la
bahía…
De él por su personalidad, se refieren muchas anécdotas. De su
historial extravagante he extraído un par de ellas.
Siendo estudiante de arquitectura, el profesor de proyectos
planteó a los alumnos el que cada uno de ellos debería traer el diseño de un
monumento a un concepto, no recuerdo cuál, de carácter inmaterial.
Llegada la fecha de entrega cada alumno apareció con los planos de
su proyecto. Los de Sáenz de Oiza representaban una estructura que terminaba en
punta y, sobre ella, a varios centímetros de altura, una forma geométrica que
no estaba unida a esa punta por ningún elemento físico.
Cuando el profesor le preguntó cómo pensaba que podría sostenerse
aquel sólido si no estaba vinculado por ningún medio real al resto del
monumento, el alumno Sáinz de Oiza respondió:
-¡Ah! Yo eso no lo sé ni me importa. Yo soy el arquitecto y digo
lo que quiero que se haga. El problema será el del constructor que haya
aceptado hacer la obra.
Tenía razón.
Mucho después, a finales de la década de los 80, Sainz de Oiza,
ahora él catedrático de Proyectos de la E.T.S. de Arquitectura de Madrid,
presentó a sus alumnos un avance del proyecto del Palacio de Exposiciones de
Cantabria, del que era autor, animándoles a que le diesen sus opiniones.
Al principio todos los chicos se mantuvieron en silencio, pero
ante la incitación que el propio catedrático hacía, el gallinero se fue
animando. Se fue animando, claro, porque se trata de un edificio muy
controvertido. Así que uno le habló de lo estridente de los colores, otro del
tamaño de las columnas, otro más del vulgar pseudoclasicismo, varios sobre el
poco respeto al entorno paisajístico…
Sainz de Oiza aguantaba el chaparrón con cierta dignidad, aunque
la procesión iba por dentro. Entonces se levantó un alumno y criticó la
escalinata de entrada por diversas razones pero, para terminar, se dirigió
personalmente al catedrático preguntándole qué se le ocurría a él que tendría
que hacer un minusválido para acceder al edificio.
Sainz de Oiza se levantó colérico, recogió los planos de la mesa
casi de un par de manotazos y levantando la mirada hacia el alumnado exclamó:
-¿Saben lo que les digo? ¡Que les den por c… a los minusválidos!
-Y tras una breve pausa agregó- ¡Y a ustedes también!