miércoles, 13 de agosto de 2014

TODOS LOS REYES SON CATÓLICOS



Aunque Isabel de Castilla y Fernando de Aragón son conocidos como los “Reyes Católicos”, hay que decir que, desde su reinado, todos los monarcas españoles y sus cónyuges llevan ese título de “católicos”. Así, era muy habitual durante el Siglo de Oro denominar a nuestro rey como Su Católica Majestad Felipe IV, por ejemplo y, hoy aún lo conserva el rey Juan Carlos.
El papado había otorgado el título de “cristianísimo” a Pipino el Breve (751-768) y a todos sus descendientes, porque el monarca franco había creado para Roma los Estados Pontificios.  Es evidente que la corona hispana debía estar celosilla de que se considerase en más a los soberanos francos que a los españoles, así que cuando ciñó la tiara sobre sus sienes Alejandro VI, natural de Játiva, maniobró para que el Borgia español nivelase un poco las cosas.
De esta forma, el 19 de diciembre de 1496, el papa setabense publica su encíclica “Si convenit” en la que concede el título de “católicos” a los reyes de España del momento (Isabel y Fernando) con carácter hereditario. Las razones que alega en su carta son cuatro. En primer lugar la liberación de los estados Pontificios que habían sido invadidos por el rey francés Carlos VIII (¡Ah! ¿Pero no era “cristianísimo” el gabacho?); en segundo, las virtudes personales de los soberanos; en tercero la derrota causada al Islam y en cuarto la expulsión de los judíos.
Años más tarde (1517) el papa León X ratificó lo de “el católico” a Carlos I, meses antes de ser jurado rey de España en las Cortes de Valladolid.
Antes que a los monarcas españoles, el papa Silvestre II concedió el título de “apostólico” al rey Esteban I de Hungría después de que éste, que era un  magiar pagano, se bautizase (985). Ya en el siglo XVIII el sobrenombre le fue ratificado a María Teresa I de Austria, reina de Hungría.
La Iglesia también concedió el apelativo de “Defensor de la Fe” a Enrique VIII de Inglaterra (antes, claro, del cisma que creó en el cristianismo por causa de sus ganas de acostarse con Ana Bolena), pues había escrito una obra contra Lutero llamada Afirmación de los Siete Sacramentos”, aunque se cree que el auténtico autor fue Tomás Moro. Lo de “Defensor de la Fe” aparejaba el título de “inclitísimo” y, curiosamente, los siguientes reyes británicos, jefes de la iglesia cismática Anglicana, lo siguen utilizando.
Por último, los portugueses, que se habían quedado injustamente descolgados de estos pequeños honores entre los países católicos, vieron cómo, en 1744, Benedicto XIV concedió la denominación de “fidelísimo” al rey luso Juan V y a todos sus descendientes.

lunes, 11 de agosto de 2014

LA BONITA LEYENDA DE SAN VIRILA



A principios del siglo X era abad del monasterio benedictino de San Salvador, que estaba (y aún está) en el valle navarro de Leyre, un fraile llamado Virila, nacido en 870 en la población zaragozana de Tiermas.
En el tiempo que transcurre entre cada rezo de las horas canónicas, es frecuente que los monjes sin ocupaciones perentorias salgan a orar a los bosques que, en ladera, rodean el recinto del cenobio. Aquel día Virila fue a meditar en soledad apartándose un poco del convento; hacia el monte. Llevaba un tiempo dudando sobre el concepto de eternidad y su comprensión, sobre la inexistencia del tiempo, sobre la infinitud…
Estaba sentado en una piedra cavilando sobre tan abstruso asunto cuando percibió el canto de un jilguero que sonaba con bellísima armonía. Levantó la mirada del suelo y vio al pajarillo sobre una rama lanzando al aire sus canoros trinos. Se quedó extasiado escuchándole.
Cuando, pasados un tiempo, el jilguero terminó su canto y alzó el vuelo, Virila se levantó, se sacudió el hábito y volvió hacia el convento. Pero mientras bajaba no reconocía los árboles bajo los que tantas veces se había sentado a rezar y cuando, entre las ramas, vislumbró los muros del monasterio, se fue dando cuenta de que eran más grandes que la última vez que los vio y tenían una estructura diferente.
Cuando llegó al amplio zaguán le salió al paso el hermano portero que le preguntó quién era. Virila se identificó, pero su nombre no le decía nada al fraile que llamó en su ayuda a otros monjes de la casa. Ni Virila les conocía ni ellos le conocían a él, pero en aquel desconcierto el hermano archivero dijo que recordaba haber leído un documento antiguo en el que se decía que,  hacía 300 años, un tal Virila, abad del monasterio, había desaparecido en el bosque. La comunidad monacal dio grandes muestras de alegría y se celebró un Te Deum para dar gracias a Dios por el milagro acaecido.
¿Qué había ocurrido? Pues sencillamente que el abad, absorto ante la belleza del canto del jilguero, había dejado transcurrir 300 años y, sin embargo, él tuvo la sensación de que sólo habían pasado unos minutos.
Esta preciosa  leyenda  se puede localizar en diversas literaturas, pero sobre en el circuito celta, de donde pasa, con algunas variantes, al ámbito benedictino. Además de al abad de Leyre le sucede, según la Cantiga CIII de Alfonso X el Sabio, a San Ero, abad del monasterio benito de Armenteira; o a San Amaro, otro abad benedictino, que echó una ojeada al Paraíso Terrenal y aquel vistazo duró 300 años sin que él se diese cuenta; o a San Brandán, abad de Clonfert (Irlanda) y también monje de San Benito, que goza la experiencia del pajarillo. O, en fin, por acabar con esta no exhaustiva relación, a San Fulgencio, abad de Afflighem (Bélgica).

EL TRANSCENDENTE LEGADO DE OSIO DE CORDOBA




Es probable que Osio de Córdoba, personaje semidesconocido, sea la figura más importante de la historia de la Iglesia Hispana. Lo indudable es que se trata del español que ha dejado huella más perenne en el cristianismo.
Nacido, según se cree en Córdoba  hacia 256, de lo que se tiene seguridad es de que en 294 fue elegido obispo de esa ciudad y como tal aparece firmando las actas del concilio de Iliberis (Granada) en 305.
No se conoce bien su origen. Parece que perteneció a una familia hispanorromana que sufrió las persecuciones de Diocleciano y de Maximiano. El propio Osio padeció destierro. La fama de su categoría teológica debió llegar hasta Roma de forma que, de pronto, no se sabe muy bien cómo, le encontramos junto al emperador Constantino I el Grande.
Cuando éste promulga el Edicto de Milán (313) que da fin a las persecuciones y que otorga la libertad de cultos en el imperio, Osio es ya su asesor, interviniendo en la inspiración y redacción del decreto.
Constantino utilizó a Osio para intentar aplacar la virulencia del corifeo del arrianismo, Arrio, que era una  doctrina que, como casi todas las heréticas, objetaba la visión “oficial” sobre la Trinidad. Viajó el obispo cordobés a Alejandría pero no pudo doblegar la irreductible posición del heresiarca. Entonces aconsejó al emperador la convocatoria de un concilio antiarriano.
Así se hizo y en Nicea (325) tuvo lugar el primer concilio ecuménico de la Historia de la Iglesia. A las sesiones, presididas por Osio en nombre del papa, asistió el propio emperador y, al final, firmaron las actas 318 obispos.
Luego Osio reúne el Concilio de Sárdica (Sofía, 343), que también preside, para la Iglesia Oriental. A él asisten 300 obispos griegos y 76 latinos. Por último, ya en España, convoca el concilio provincial de Córdoba.
En 356, Constancio II, que aunque hijo y sucesor de Constantino era favorable a los arrianos, insta a Osio a aceptar la herejía, pero éste, ya centenario, le responde que prefiere morir mártir de la fe antes de abjurar.
La importancia de la respuesta escrita de Osio a Constancio reside no tanto en la valentía del cordobés, sino en que en ella le plantea que se ocupe de sus cosas mientras que los eclesiásticos lo harán de las de la Iglesia. La misiva es el primer texto conocido que trata de la separación entre iglesia y estado, pero ello supuso la expatriación de Osio a Sirmio (en Serbia).
Allí, entre torturas y presiones, en un oscuro episodio, tuvo un momento de ofuscación (“lapso momentáneo”) y parece que hizo alguna concesión al arrianismo. No debió ser una mentira propalada por sus enemigos porque, tras volver a España, poco antes de su muerte se retractó.
Osio muere en España (357) con 102 años. La Iglesia Católica de rito oriental y la Ortodoxa le consideran santo. Su fiesta es el 27 de agosto.
El Concilio de Nicea aprobó el llamado Credo Niceno (el que rezamos en la misa, no el que aprendimos en el “cole”) como símbolo de la fe cristiana, firmándolo todos los obispos presentes menos dos, pero los vaivenes de los emperadores hacia el arrianismo lo mantuvieron “en el aire”. Al fin, en el Concilio de Constantinopla (381), quedó definitivamente aprobado.
Excepto en cuestiones formales, la composición de Osio sigue vigente 1.700 años después casi al pie de la letra. Por eso decía al principio que él era el español que ha dejado la huella más perenne en la Iglesia.

EL DISFRAZ DEL REY




El político conservador malagueño don Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897) fue quien, posiblemente, más influyó para reinstaurar la monarquía en España en la persona de Alfonso XII.
Fue presidente del gobierno en nada menos que siete ocasiones, si bien hay que decir que en España se utilizaba el sistema de “turno de partidos” (inventado precisamente por él) en el que, a base de un pucherazo institucionalizado, a un gobierno conservador seguía uno liberal y viceversa. Consiguió así una estabilidad política patente, aunque un pelín espuria.
Bueno. Pero esto no quita para que fuese un gran político y un hombre de elevada autoridad moral entre quienes le conocían. Sobre esto se suele contar la siguiente anécdota.
Pilar Osorio y Gutiérrez de los Ríos, titular del ducado de Fernán Núñez,  y su marido Manuel Falcó d’Adda, ofrecieron en 1884 un baile de disfraces en su palacio de la calle Santa Isabel de Madrid al que estaba invitada la familia real y, desde luego, toda la nobleza cortesana. De quien no hubiese recibido la invitación, se podía decir que no era nadie.
La mañana de la fiesta fue Cánovas a despachar con D. Alfonso a Palacio y, al terminar, con esa familiaridad que tan bien manejan los borbones, preguntó el rey al político si le vería aquella noche en casa de los Fernán Núñez. A lo que Don Antonio contestó que, en efecto, estaban invitados tanto él como todos los miembros del gobierno.
El monarca se había mandado confeccionar un atuendo para ir disfrazado de Rey Sol y, aunque era algo que se pretendía mantener bastante reservado, los servicios de información de Cánovas habían sido eficaces y habían hecho llegar al político la noticia de esta insensatez real.
-Espero  sorprender a todos -dijo el rey.- Pero, aunque es un secreto, a ti te lo voy a comunicar para que me digas qué te parece.
-No es necesario, Majestad, -contestó D. Antonio frunciendo el ceño- Yo sé cómo iréis vestido.
-No es posible que lo sepas. He ordenado la máxima discreción a todo el equipo de la sastrería real, que es quien lo ha confeccionado.
-Majestad. Yo soy el Presidente del Gobierno y mi obligación es saberlo todo. Por eso puedo decir que me consta que vuestra majestad llevará esta noche –su rostro era cada vez más grave- el uniforme de gala de capitán general con todas sus condecoraciones y con el Toisón de Oro. ¿No es así?
D. Alfonso tragó saliva, pero reaccionó rápido.
-Muy cierto, Cánovas. Veo que estás bien informado.
Aquella noche se comprobó que, en efecto, el Presidente del Consejo había “acertado”. Bien por la inteligencia y autoridad moral de Cánovas del Castillo y bien por la capacidad de rectificación y la agilidad del rey.

JULIA, REINA DE ESPAÑA QUE NUNCA ESTUVO EN ESPAÑA


Aunque los hermanos José y Napoleón Bonaparte habían sido novios de, respectivamente, las adineradas hermanas Desirée y María Julia Clary, el futuro emperador fue enredando las cosas de tal manera que, al final, José se casó con Julia y Desirée se casó con otro (Bernadotte).
Ni que decir tiene que cuando Napoleón hizo a su hermano José rey de España (1808), su esposa Julia se convirtió automáticamente en nuestra reina. Pero es una reina desconocida para todos los españoles por tres razones: a) porque nunca se ha escrito una biografía sobre ella; b) porque no se interesó por las vanaglorias áulicas y c) porque jamás pisó la Piel de Toro.
Julia, aunque fue princesa heredera (consorte, porque su marido lo fue) del trono imperial, reina de Nápoles y por último de España, no era una cortesana al uso. No le atraía ser reina y era propietaria de un espíritu sensible, alejado de lo que por entonces se estilaba en las reuniones palaciegas en las que se podía escuchar, entremezclado, el bélico tintín de espuelas y tizonas con el más sugestivo de los frufrús de rasos y sedas de guardainfantes y canesús y de los trajes escotados diseñados con el novedoso “talle imperio”.
Como se ha dicho, Julia no se dejó caer por España y residía en París en el Palacio de Luxemburgo, como reina que era, desde donde escribía a su marido animándole a perseverar en el trono pese a las dificultades. José, rodeado de amantes, contestaba a sus misivas, el muy ladino, disuadiéndola de cualquier proyecto de venir a la Península.
Al producirse la derrota francesa en España (1813), Napoleón, sin mayor protocolo, repone en el trono a Fernando VII y le dice a su hermano José que, con la mayor discreción, desparezca del suelo ibérico.
José se retira a la finca de los Clary en Mortefontaine (Oise), donde le espera Julia. Desde allí escribe a Napoleón comunicándole que, para salvaguardar los intereses de los españoles afrancesados que le acompañan, va a redactar una abdicación formal ante él.
Pero Napoleón (no se puede ser más borde) le contesta: “No necesito que renuncies; tú ya no eres rey de España”. A pesar de todo, José Bonaparte escribe su renuncia que decide firmar en un acto oficial en presencia de su mujer y de sus ministros.
Así que el primer acto de soberanía en que participó la reina consorte de España Dª Julia fue la abdicación de su marido… ¡que conllevaba la suya!