jueves, 28 de noviembre de 2013

ALFÉRECES PROVISIONALES

Muy al principio de la Guerra Civil, Mola y Franco se dieron cuenta de que la oficialidad de empleos inferiores (alféreces, tenientes y capitanes), que era la que ejercía el mando directo sobre la tropa y, por tanto, la que combatía en primera línea, sufría, un altísimo número de bajas.
Para paliar este problema, el gobierno de Burgos, por un decreto de septiembre de 1936, crea la escala de oficiales provisionales. Sus miembros quedarían enrolados sólo por el tiempo que durase la guerra y, terminada ésta, los nuevos oficiales devolverían “la pistola y la placa” y se reintegrarían a la vida civil. Eso hizo que suboficiales, agentes de seguridad o clases de tropa profesionales tuviesen vedado el acceso a esta escala, pues se suponía que, al acabar la guerra, el regreso de quienes ya habían sido oficiales a empleos inferiores generaría más de un lío.
Aunque las cosas fueron evolucionando desde unos cursos rudimentarios y rapidísimos (el primero duró 12 días) hasta otros más elaborados, básicamente los candidatos debían ser voluntarios, tener terminado el bachillerato, estar entre los 18 y 30 años, haber permanecido en el frente un mínimo de dos meses y superar un curso en una academia (al principio eran escuelas) especial diferente para cada arma.
El mismo día en que se diplomaban, se les asignaba destino y,  casi sin solución de continuidad, salían hacia el frente y tomaban el mando de una sección siempre en alguna unidad de las que operaban en primera línea.
Como consecuencia de la peligrosidad de los puestos a los que se les destinaba y de su bisoñez, palmaban casi antes de darse cuenta de que estaban en la guerra. Su alta mortalidad hizo que se acuñase la frase “alférez provisional: cadáver efectivo”.
No importaban las bajas; como los cadetes solían ser chicos de firmes ideología derechista, el permanente incremento de territorio controlado por los nacionales hacía que siempre, de las zonas recién “liberadas”, llegase sangre fresca a las academias y pronto eran sustituidos los caídos.
Su distintivo era una estrella de seis puntas, como el de los alféreces de la escala activa, pero los provisionales la llevaban en la pechera de la guerrera o de la camisa sobre una estampilla rectangular negra de 13 x 7 cm.
Salieron de las diferentes promociones 29.074 alféreces de Tierra, de los que unos 22.000 pertenecían a Infantería. A ellos habría que añadirles algo más de un millar entre alféreces del Aire y de Infantería de Marina. Sorprendentemente, aquella creación de Mola concebida para “estampillar” a unos mil nuevos oficiales, al final de la Guerra suponía las dos terceras partes del total de oficiales sobre las armas del bando rebelde.
Los alféreces provisionales se portaron francamente bien. De las 70 Laureadas que se concedieron en toda la guerra, 15 fueron prendidas en el pecho de estos chicos. Además recibieron 363 Medallas Militares, lo que supone el 30 % de las otorgadas en toda la campaña. Al terminar la guerra unos 8.000 alféreces habían ascendido a teniente y unos 500 a capitán, todos ellos por méritos de guerra.
Pero habían regresado a sus hogares en una caja de pino nada menos que 3.000 mozos que, desgarradoramente para el futuro de nuestro país,  formaban parte de su juventud mejor preparada.

lunes, 21 de octubre de 2013

PALACIOS ANTE SU PALACIO


Antonio Palacios Ramilo, que había nacido en Porriño en 1876, acabó su carrera de arquitectura en la escuela de Madrid en diciembre de 1900. En aquella promoción terminaron con él algunos de los mejores arquitectos españoles de la primera mitad del siglo XX: Manuel de Cárdenas, Joaquín Otamendi, Luis Sainz de los Terrenos, Secundino Zuazo, etc.
La obra que más fama dio a Palacios fue el proyecto y construcción, realizados a medias con Otamendi, en la madrileña plaza de Cibeles, de lo que luego se llamó “Palacio de Comunicaciones”. Se inauguró en 1919 con el pomposo nombre de “Catedral de las Comunicaciones” (“Nuestra Señora de las Comunicaciones” para el castizo) y estaba pensada para integrar en un solo edificio los servicios de teléfonos, correos y telégrafos.
Pero evolucionada de forma inverosímil la telefonía, automatizado el tráfico postal y casi desaparecido el telegrama, el edificio se quedó grande para el uso para el que fue concebido; así que se decidió variar su utilidad pasando a ser sede del ayuntamiento de la capital de España desde 2011.
Por los años 40 del siglo XX, paseaba un día D. Manuel de Cárdenas por la plaza de la Cibeles cuando se encontró con Palacios que contemplaba meditabundo su tan alabada obra. El edificio, milagrosamente, había quedado casi indemne tras la contienda; algunos impactos en la fachada, que aún hoy se pueden apreciar, recibidos durante la sublevación de Casado en marzo de 1939, no conseguían afear el conjunto.
Se saludaron efusivamente pues no se habían visto desde antes de la guerra, ya que cada uno la había pasado en un bando. Viéndole apesadumbrado Cárdenas se interesó por la razón de la mohína su colega.
-Mire D. Manuel –contestó Palacios- Me voy a sincerar con usted. Estoy aquí lamentando que durante la guerra no haya caído una bomba en ese edificio –y señalaba con el dedo a “su” Palacio de Comunicaciones- con lo que se hubiese evitado que ese mamarracho pasase a la posteridad.
Menos de 5 años después de este episodio Antonio Palacios murió. Se fue al otro mundo sin saber que su “mamarracho” es, hoy en día, junto con el Palacio Real y la Casa de la Panadería, el edificio madrileño más fotografiado por los visitantes de la Villa y Corte (Yo, por si a alguien le interesa, estoy más con Palacios que con los fotógrafos).

jueves, 3 de octubre de 2013

LOS "PLOMOS DEL SACROMONTE"


En 1588, al derribarse una antigua mezquita para ampliar la catedral de Granada, apareció una caja de plomo enterrada en la que se encontró una lámina del mismo material, con letras y signos grabados, que supone el origen de los llamados “Plomos del Sacromonte”.

Siete años después se encontró, cerca del Generalife, otra lámina de plomo muy similar a la anterior. Era redonda, como de 10 cm de diámetro y con un texto grabado en latín y en un extraño árabe que describía el martirio de dos discípulos de Santiago. Lo encontrado daba pistas para localizar un tercer “plomo” y este un cuarto y así sucesivamente, de forma que aparecieron por todo Granada, especialmente en lo que hoy es el Sacromonte (hasta entonces se llamaba Valparaíso), hasta 22 unidades.

Los textos, a los que se consideró un evangelio dictado por la Virgen… ¡en árabe! para que fuese difundido en España (¡un evangelio sólo para españoles!), afirmaban que cuando llegó Santiago a Hispania, no encontró iberos ni celtas, no; los habitantes de la península eran ya árabes. No musulmanes, lo que era imposible, sino árabes.
Si esto era cierto se creaban dos problemas. Uno, se demolía la teoría ortodoxa sobre la conversión de España. Otro, exigía reconsiderar el concepto de “cristiano viejo”, pues ahora, cuanto más añejo fuese el español sería más árabe; los españoles “más viejos” serían los árabes. Además, en pleno conflicto de los moriscos, sería de alabar el hecho, ahora castigado,  de que se convirtiesen al cristianismo sólo simuladamente.
Increíblemente, las investigaciones encargadas por reyes, obispos y teólogos concluyeron que los textos eran auténticos. Pero en 1641, Urbano VIII solicitó los plomos originales para el Vaticano y, tras estudiarlos, pidió prudencia y prohibió a la jerarquía pronunciarse en ningún sentido.
Por fin, en 1682 (la superchería había durado casi un siglo), Inocencio XI termina condenando los “plomos” y declarándolos falsos y heréticos, aunque, sorprendentemente, unos restos óseos aparecidos en la primera de las cajas se consideraron auténticas reliquias de santos.
Hoy en día se consideran los “plomos” como una mixtificación perpetrada por los propios moriscos que intentaban, de forma tan burda, evitar su previsible expulsión de España.
Good try.

jueves, 19 de septiembre de 2013

EL CAPITÁN “MANO DE PLATA” Y SU HIJO


El 3 de enero de 1910, la reina Victoria Eugenia, esposa de Alfonso XIII, escuchaba entre lágrimas lo que le contaba Concepción López Martínez, viuda del capitán Antonio Ripoll Sauvalle, apodado “Mano de Plata”
La historia de este militar es absolutamente heroica. Sale de alférez de la Academia Militar y marcha voluntario a Filipinas donde manda una sección indígena. Asciende a teniente por méritos de guerra y en 1898 lucha contra los yanquis. Cae herido en las piernas y en la mano izquierda, y regresa a España con un grado más (ya es capitán) y una mano menos, pues debió serle amputada a la altura del antebrazo. Tenía 18 años.
Debía Ripoll pasar al Cuerpo de Mutilados, pero se empeñó en evitarlo solicitando a la reina María Cristina licencia para permanecer en infantería. La Regente se la concedió y, además, le regaló una mano de aluminio que se fijaba a su muñón y que sería la razón de su apodo de “Mano de Plata”.
En 1909, al iniciarse el conflicto marroquí, Ripoll solicitó destino en el Protectorado. El 30 de septiembre su unidad quedó en primera línea protegiendo una retirada cerca de Zeluan. Viéndose tiroteado desde una posición elevada, avanzó a la bayoneta con su compañía hacia ella en lugar de replegarse; recibió un tiro en el pecho pero continuó avanzando hasta que recibió otro tiro en el vientre y un tercero en la cabeza.
Sus hombres no pudieron retirar su cadáver hasta que, cuarenta y cuatro días después, pudo ser localizado por moros de su unidad que recibieron 100 duros de gratificación. El cuerpo era inconfundible por la amputación de su brazo cuyo muñón, además, en esta ocasión era bien visible porque los moros se habían llevado la prótesis, probablemente pensando que en efecto era plata.
Se le dio sepultura en el panteón de los héroes de Melilla y la mano de aluminio fue recuperada cuando se firmó la paz con Abd el Kader. El 6 de octubre siguiente se le ascendió a título póstumo a comandante y en junio de 1911 se le concedió la Cruz Laureada de San Fernando.
Pero Victoria Eugenia no lloraba por esta historia que, al fin y al cabo, no era sino otro drama más de los muchos que florecen en tiempos de guerra. Lo que hacía sollozar a la egregia dama era que la viuda le contaba que, al marchar su marido a África, ella quedó embarazada y que la muerte de Antonio le fue ocultada porque estaba para dar a luz al mes siguiente. Le contó también que un día, la sirvienta de la casa trajo del mercado algo que venía envuelto en una hoja de un periódico… ¡en el que se narraba la heroica muerte de su esposo! Más melodrama no se puede pedir.
El hijo póstumo de Antonio Ripoll, Luis, también tuvo su historia. Siendo teniente el 14 de abril de 1936, celebrándose en Ceuta el 5º aniversario de la proclamación de la República, tuvo que desfilar con su sección para cerrar los actos. Al pasar ante la tribuna de autoridades debía gritar ¡Vista a la derecha! y ¡Viva la República! Bueno, pues el tío lo que gritó fue ¡Viva el rey! Naturalmente pasó arrestado, aunque él se defendió diciendo que no quiso decir eso pero que se equivocó (lo que es más que dudoso porque ya llevábamos cinco años sin rey); nunca sabremos si era cierto.
Luis salió tan heroico como su padre. Al empezar la Guerra Civil, agregado al Tercio, pasó a la Península el 5 de agosto de 1936. Sólo 6 días después ya se había ganado la Laureada al atravesar la plaza de Almendralejo (Badajoz) bajo un intenso fuego enemigo y volar la escalera de la torre de una iglesia, desde cuyo campanario disparaban a sus hombres impunemente. Al mes siguiente le hirieron en los combates cerca de Toledo; le curaron, se recuperó, volvió al frente y el 12 de febrero de 1937 recibió un tiro en Pinto (Madrid) y palmó.
Padre e hijo laureados. Aunque no es un caso único, no es muy habitual.

domingo, 15 de septiembre de 2013

LA SUPERFICIALIDAD DE ALFONSO XIII

Alfonso XIII era un gran aficionado al cine y conocía a muchos actores norteamericanos con los que había coincidido en Cannes, Niza, Montecarlo y otros centro europeos de ocio.

En cierta ocasión, siendo ya ex - rey, encontrándose en Hollywood en casa de su amigo el actor Douglas Fairbanks, éste se ofreció a presentarle al artista de cine que él prefiriese.

Alfonso dijo querer conocer al cómico Roscoe C. “Fatty” Arbuckle. No era mala la elección real pues “Fatty” no era un cualquiera; además de ser el actor mejor pagado de su época, había colaborado con Chaplin y con Buster Keaton fichando, incluso, a este último para su propia productora.

Pero Fairbanks le contestó que esa presentación iba a ser muy difícil, haciendo referencia a que, tras haber causado la muerte de una chica del mundo de la farándula hollywoodiense, al violarla con una botella de champán durante una orgía, “Fatty”, aunque había podido eludir la cárcel, había caído en desgracia y, de hecho, había desaparecido de la vida social.

La reacción de S. M. no pudo ser más frívola.

-         ¡Pues qué injusticia, porque eso le puede ocurrir a cualquiera!

Anita Loos, guionista de la Metro-Goldwin-Mayer y exitosa autora de la novela “Los caballeros las prefieren rubias”, fue testigo presencial de este episodio y lo relata en sus memorias, publicadas en España bajo el título “Adiós a Hollywood con un beso” (Tusquets1988).

La literata, por el mal gusto que el rey exhibió con este comentario, se convirtió en no exactamente una fan del Borbón.

martes, 10 de septiembre de 2013

LAS “CASAS A LA MALICIA”


Cuando Felipe II convierte a Madrid en sede de su corte (1561), topa con el problema de dar alojamiento a los funcionarios, embajadores y  visitantes (muchos de ellos con sus séquitos y sus correspondientes familias), que la habitan. Todos deberían caber en un “poblachón manchego” que, para la fecha en la que adquirió su capitalidad, tenía sólo unas 2.500 casas.
En realidad el problema era antiguo, pues hasta Carlos I, cuando la corte era itinerante y no existía una capital del reino, todo el mundo debía ceder la mitad de su vivienda, a la llegada del rey, para las necesidades de la corona. Esto, aunque incómodo, afectaba poco a los habitantes de las ciudades a donde había llegado su alteza porque, precisamente por su carácter itinerante, la ocupación de las viviendas por los cortesanos era bastante efímera, ya que antes o después, todos seguirían su camino.
El frente legal de aquellas “okupaciones” se sistematizaba a través de una “Regalía de aposento” que había nacido en 1341, en tiempos de Alfonso XI. Su control físico dependía de una Junta de Aposentadores que inspeccionaba las casas y determinaba cuáles eran útiles y qué espacio debía quedar a disposición de la corona.
Aunque en principio los madrileños aceptaron gustosos esta incomodidad a cambio de ser la sede de la Corte, pronto aquello se reveló como una importante molestia. Fue entonces cuando los habitantes de la nueva capital exhibieron su ingenio.
Como algunas casas estaban exentas de cumplir con la norma por sus dimensiones, por su distribución o por otras razones, los habitantes del “poblachón” empezaron a diseñar sus casas con distribuciones disparatadas de manera que el inspector enviado por la Junta, el “aposentador de Casa y Corte”, considerase la vivienda como inútil para albergar a alguien de importancia.
Otra astucia muy curiosa era la de quienes diseñaban la fachada de su casa de manera que, vista desde el exterior, pareciese que lo construido era pequeño y no tenía más que una planta. Luego, una vez dentro, se podía apreciar que aunque había pocas ventanas a la fachada principal, la casa estaba dividida en dos o tres alturas y conseguía toda la luminosidad natural por patios interiores (eran casas bajas) y por el corral que solían tener en la parte posterior.
Un buen truco consistía en comprar la casa contigua y, en una de las fachadas, condenar todas las puertas y ventanas que daban al exterior, aunque por dentro se comunicaban las dos viviendas.
Estos edificios eran los que en Madrid se llamaban “Casas a la Malicia”. Los propietarios los construían maliciosamente esperando que los aposentadores reales pasasen por delante de ellos considerándolos inadecuados para alojamiento.
Sin embargo, una vez descubierto, el camastrón debía o bien ceder a la Junta la mitad legal o, si ello fuese imposible por carecer de los requisitos mínimos para ser utilizadas como aposentos, debían abonar una tasa económica en sustitución de su servidumbre al rey; su montante oscilaba entre la tercera parte y la mitad del precio que se obtendría por ese inmueble en el  mercado de alquiler.
De todas maneras, como solía pasar con la abstrusa administración de los Austrias, alrededor de este problema se producían muchas circunstancias: había casas que, por privilegio real no se utilizaban como aposento; otras se eximían de esa obligación “comprando su libertad” al rey; a veces el liberado no era el inmueble, sino el propietario, cuyos inmuebles estaban liberados de la “carga de aposentos” mientras fuesen de su propiedad…
En los casos el en que el dueño del inmueble no podía apechugar con el pago de la tasa, la Junta podía expropiar el inmueble aunque, habitualmente, pactaba con el deudor alguna fórmula menos rigurosa.
La Carga de Aposento estuvo en vigor hasta el siglo XVIII y, probablemente, el más famoso de los aposentadores de Casa y Corte fuese Diego Velázquez da Silva.

martes, 3 de septiembre de 2013

PARÁBOLA DEL HIJO PRÓDIGO




Durante siglos, en la misa dominical en cuya proclamación del Evangelio tocaba leer el texto de San Lucas conocido como la “Parábola del Hijo Pródigo” (Lc 15, 11-32) los curas, sobre todo los de los pueblos, dedicaban la inmediata homilía a hablar de diversos asuntos, pero sin entrar a comentar la parábola. El pueblo se dio cuenta y en muchas zonas de España se llamó a ese día el “domingo de caridad”, que era el asunto que solían elegir los presbíteros para abstenerse de dar demasiadas explicaciones sobre un texto cuando menos controvertido.
Este pasaje tiene. En concreto, 21 versículos de los que 9 se dedican a la vida de crápula del chico, otros 4 al festejo que el padre organizó y 7 al enfado del hijo leal (hay uno más, que es sólo literario). Esto parecería indicarnos que el nombre de “Hijo Pródigo” es el adecuado.
Pero la glosa no es difícil de entender. Jesús no dice que el padre de los dos hijos sea justo, sino que es bueno; que perdona y que se lleva una alegría cuando alguien rectifica y vuelve a casa.
El padre de la parábola no quita nada al hijo leal, pero no tiene más remedio (¡¿Quién no lo haría?!) de alegrarse al ver cómo el hijo vividor se arrepiente y vuelve a formar parte del grupo familiar. El texto no alaba al hijo crápula ni critica al formal por enfurruñarse; el núcleo del mensaje está en la actitud del padre, no de los hijos.
Es curioso que haya tantas dudas con respecto a lo correcto de esta parábola, pues en los versículos inmediatamente anteriores Jesús se pregunta en voz alta si un pastor que tiene 100 ovejas y pierde una, no deja a todas reunidas en el desierto y se va a buscar la que falta, festejando con sus amigos el haberla encontrado (Lc 15, 4-6).
Igualmente menciona a la mujer que teniendo10 dracmas pierde uno y, la pobre, barre la casa hasta que lo encuentra y entonces lo celebra con sus amigas (Lc 15 8-9).
Así pues, el mensaje de Jesús envuelto en estas 3 parábolas es definitivo y directo y San Lucas lo explaya  de forma meridiana: “Os digo que, del mismo modo,  habrá alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepienta” (Lc 15, 10).
Yo creo que si en vez de llamarse la “Parábola del hijo pródigo” se llamase la “Parábola del padre del hijo pródigo”, todo estaría bastante más claro.

lunes, 2 de septiembre de 2013

AMADEO DE SABOYA Y MANUEL DEL PALACIO


Don Manuel de Palacio (1831-1906) fue un escritor español que se especializó en poesía chusca y burlona, muy de moda en la España de  finales del siglo XIX. En 1892 fue elegido académico de la Real de la Lengua y en1897 fue deportado por causa de alguna de estas sátiras.
Cierta vez llegó a oídos de D. Manuel que Su Majestad D. Amadeo de Saboya, se interesaba por su obra. Como el escritor todo lo hacía en broma, se le ocurrió enviar al monarca un cuaderno en cuyas páginas iban pegados, con engrudo, unos cuantos recortes de periódicos con artículos y versos suyos publicados en la prensa. En la primera página, escrito de su puño y letra, aparecía el título: “Obras completas de Manuel del Palacio”.
El rey, obviando lo insultante que pudiera tener ese trato tan tosco, le envió otro cuaderno cuya dedicatoria decía: “A mi admirado amigo, por sus Obras Completas. Amadeo”; pero en este caso, lo que iba pegado con engrudo en las páginas interiores eran billetes de banco de curso legal.
En cuanto el escritor dio aire al dinero recibido, volvió a intentar la operación que, de forma inesperada, tan enriquecedor final había tenido para él, de forma que envió al soberano un nuevo cuaderno con más recortes de poesías y artículos. Ahora el título de la primera página era un poco diferente: “Obras Completas de Manuel del Palacio. 2º tomo”.
Al poco tiempo recibió D. Manuel un sobre remitido por el monarca. Contenía un nuevo cuaderno con otro puñado de billetes pegados con engrudo a sus páginas. En este caso también difería un poco la dedicatoria. Ahora decía: “A mi admirado amigo por el 2º y último tomo de sus Obras Completas”.

miércoles, 31 de julio de 2013

VOLUNTARIOS EXTRANJEROS EN EL BANDO NACIONAL


El llamado “bando nacional” durante la Guerra Civil, además de la importante ayuda “oficial” de Alemania e Italia, recibió la de otros voluntarios extranjeros. Franco no tenía excesivo interés en esa ayuda, pues temía que la URSS, si veía a otros países echándole una mano, denunciase el acuerdo de No Intervención, y la desaparición de ese tratado permitiría a Francia y Gran Bretaña ayudar a la República. Así que el número de los que vinieron fue pequeño en proporción a los que lo solicitaron.
El grupo más numeroso fue el de los llamados “Viriatos” portugueses (literalmente “Viriatos” sólo lo fueron los primeros 150 llegados, todos  ellos asesores) que, según la mayoría de los historiadores, fueron algo menos de mil. No formaron unidad propia
por el temor de Oliveira Salazar a la opinión británica, así que  se alistaron desperdigados entre la Aviación, la Legión o las milicias de la Falange o del Requeté.
El segundo grupo en importancia fue el de los irlandeses. Aunque en Irlanda se enrolaron 10.000 voluntarios, el veto de su gobierno y la falta de barcos españoles para traerlos hizo que el contingente se redujese a unos 700 hombres, que llegaron en grupos pequeños y clandestinamente en los dos últimos meses de 1936..
Con esos efectivos humanos, se fundó la XV bandera (batallón) del Tercio. En febrero del 37 se desplegó en el Jarama donde, aun sin participar en la batalla, sufrió algunas bajas. Por sus constantes y graves problemas de disciplina (siempre por el alcohol) y por su escasa eficacia en combate, Yagüe disuelve la unidad. Entonces los irlandeses votan para decidir si se quedan en España por libre o si se vuelven a Irlanda. Gana esta última opción por 654 votos a 9. Así que en junio de 1937 se repatrían vía Lisboa.
También vino en ayuda de los rebeldes un contingente de aquellos “rusos blancos”, que combatieron contra la revolución soviética entre 1917 y 1920, enviados por una Unión de Excombatientes parisina. Llegaban pasando clandestinamente los Pirineos (los gendarmes franceses mantenían un tupido control de la frontera) aunque algunos lo hicieron por mar.
Se esperaba poder alistar una bandera de la Legión totalmente rusa, pero como sólo llegaron 96 hombres no se pudo formar la unidad, con lo que cada uno se fue enrolando en el Requeté o en la Legión. Quien más rusos recibió (treinta) fue el Tercio de Aragón “Doña María de Molina”, donde juntos pudieron formar sólo una sección.
Entre los voluntarios había antiguos generales (uno de ellos de sesenta años), coroneles y oficiales. Todos quedaron encuadrados como soldados rasos aunque, lógicamente, pronto ascendieron alcanzando muchos el empleo de capitán. Terminada nuestra guerra, bastantes volvieron a la carga contra el comunismo en la División Azul.
Otro grupo fue el de los franceses. Los voluntarios galos, contra los deseos de su gobierno (en Francia también gobernaba el Frente Popular), llegaron individualmente alistándose en la Legión, los carlistas o la Falange.
En Mayo de 1937 Burgos autorizó la organización de una bandera de la Legión en Talavera de la Reina, con el nombre de “Jeanne d’Arc”. La idea era reagrupar a los combatientes que ya estaban encuadrados en la Falange o el Requeté (no los que estaban en el Tercio) a los que se añadirían otros 3.000 voluntarios que aún estaban en Francia, más 68 vehículos y  diversos equipos de sanidad. El compromiso de los que viniesen sería por toda la campaña excepto si su país entraba en guerra, en cuyo caso serían licenciados para combatir con su patria.
A finales de junio, Yagüe comunica al Cuartel General de Burgos que entre los voluntarios galos ha detectado a dos espías del gobierno francés. Pero lo peor era que, por entonces, toda la recluta se reducía a dos oficiales (enemistados porque ambos pretendían mandar la unidad) un sargento y veinticinco soldados. De los tres mil, “rien de rien”.
Durante el verano llegan a ser 200 hombres, con lo que algunos se atreven a catalogar aquello de bandera y otros sólo de compañía. En septiembre ya eran solamente 2 oficiales, 8 sargentos, 10 cabos y 59 legionarios; el 26 de ese mes Burgos decide que la bandera se convierta en compañía.
En adelante, aunque se agregaron 6 belgas, 6 argelinos, 5 rusos y 5 suizos (todos francófonos), la compañía nunca alcanzó los 75 hombres. Varias razones se alegan para justificar tan parca cosecha, pero parece que las rencillas entre los partidos de derechas galos, responsables de la recluta, así como algún que otro latrocinio entre las organizaciones encargadas de recaudar fondos para la bandera, no fueron ajenos a este fracaso.
Además de los citados, hubo 7 rumanos (dos se ganaron una Medalla Militar Individual) y 4 norteamericanos (aviadores). En diversas unidades se han localizado soldados de nacionalidad croata, estonia, filipina, finlandesa, holandesa, húngara, letona, polaca, suiza, yugoslava y de otros orígenes, entre los que se encuentra un buen puñado de hispanoamericanos.
Portugueses, irlandeses, franceses, rusos blancos, belgas, argelinos y todos los voluntarios citados en el párrafo anterior, no alcanzaron entre todos los 2.000 hombres.

martes, 30 de julio de 2013

CERDOS CONTRA ELEFANTES

Al hombre siempre le han gustado las peleas de animales. No sólo  las peleas entre gallos, perros o serpientes, sino también a lucha entre bichos de diferentes especies: toros contra tigres, tigres contra leones, osos contra tigres… Pero la Historia registra un enfrentamiento sorprendente.
A la muerte de Alejandro Magno (323 a. C.) su imperio quedó repartido entre sus generales, a los que se conoce como diácodos  (sucesores). Pronto su ambición les llevó a pelear entre ellos y así anduvieron durante 20 años.
Uno de estos diácodos, Antígono, al que, por tuerto, el pueblo apodó  Polifemo y la Historia Monoftalmos, asediaba la ciudad ática de Megara que, aunque había correspondido en el reparto al general Antipatros, ya se la había madrugado, manu militari, otro general: Casandro.
Cuenta Polibio que en una batalla en los alrededores de Megara, las tropas de Antígono atacaron  a las sitiadas con elefantes, pero los de Casandro, para defenderse, untaron con grasa a los cerdos de la ciudad y, tras prenderles fuego, los lanzaron contra el ejército de proboscídeos.
No tanto por las llamas, que pronto se apagaron, como por lo horrísono de los chillidos que daban los gorrinos debido al escozor que les producían las quemaduras, los elefantes, asustados, se desmandaron y la ciudad se salvó.
Pero Casandro aprendió la lección y, desde entonces, ordenó que sus elefantes, como parte de su instrucción, conviviesen con los cerdos para que se acostumbrasen a sus gruñidos y estridentes gritos.

lunes, 29 de julio de 2013

EL NACIMIENTO DE L’EIXAMPLE


Sorprende que algo tan árido como un plan urbanístico para ampliar una ciudad, contenga algo que pueda interesar al profano, pero la génesis del “Ensanche” de Barcelona, “l’Eixample”, vivió tales vicisitudes que lo que debió ser un simple trámite municipal se convirtió en toda una aventura.
Barcelona, hacia 1850, era una ciudad amurallada en cuyo interior se apiñaban unos 200.000 habitantes. Todos metidos en 250 Has, de las que unas 100 las ocupaban  67 iglesias y conventos (varios con su cementerio anexo), 11 hospitales y 7 cuarteles. Así no extrañará saber que, en sólo ese siglo, la ciudad sufrió 4 epidemias (20.000 muertos) y que la esperanza de vida era de 36 años para la gente  acomodada y de 23 para los pobres.
Además sufría la circunstancia de que, al ser una plaza fuerte militar, estaba rodeada de un hinterland legalmente inedificable que se extendía al terreno que podía alcanzar un tiro de cañón disparado desde el adarve.
Por entonces recorría España una inculta fiebre “antimurallas” que se cargó preciosas construcciones medievales en decenas de ciudades. El ansia de demolición en Barcelona era tal que en 1842, dirigido por  una “Junta de Derribo”, el paisanaje demolió parte de la Ciudadela. La situación la recondujo Espartero cañoneando Barcelona y obligando al municipio  a reparar lo abatido a su propia costa (doce millones de reales).
En 1850 el ayuntamiento convocó un concurso para ensanchar la ciudad ganándolo ¡un médico higienista!, pero tanto este proyecto como otros surgidos hasta 1853 quedaron en agua de borrajas. En ese año, la Ciudad Condal envía al gobierno un proyecto que es rechazado. También en 1853, previendo el consistorio que el muro estaba más maduro para caer que la famosa pera, creó un comité ad hoc. Y ya en 1854 se da el paso definitivo: el ministro de Hacienda, Madoz, autoriza el derribo de la muralla aunque conservando el frente que da al mar, el castillo de Monjuich y la Ciudadela.
En 1855 el gobierno central encomienda al ingeniero Ildefonso Cerdá el levantamiento de un plano topográfico de la posible zona de ensanche; éste lo presenta aderezado con anotaciones urbanísticas. Terminada la faena, ya sin encargo alguno, Cerdá sigue trabajando sobre el particular realizando un estudio que denota una sensacional y asombrosa capacidad de previsión. 
En febrero de 1859 el gobierno le encarga el estudio definitivo sobre el ensanche. El ayuntamiento reacciona convocando en abril un concurso urgente (los proyectos debían presentarse en julio), pero el ejecutivo nacional aprobó el proyecto de Cerdá (que lo tenía muy avanzado) en junio, con lo que surgió un áspero conflicto entre el poder central y el municipal.
Desde Madrid se obliga a Barcelona a exponer los 13 proyectos que le habían presentado, incluyendo el de Cerdá y justificando las puntuaciones concedidas. El consistorio lo hace así, pero deja sin puntuar al que venía de “Madrid”. El conflicto queda liquidado cuando el gobierno, velis nolis, ordena la ejecución del Plan Cerdá en julio de 1860.
La “venganza catalana” se abatió sobre el proyecto, más por ser una imposición de “Madrid” que por la calidad del trabajo. Además, la nivelación social que suponía la igualdad de las viviendas, dirigida previsoramente a una nonata clase media, disgustaba a las esferas más elevadas, que veían así periclitar su visión jerárquica de la sociedad.
Por su parte Cerdá, personalmente, acumuló sobre sí todo el rechazo que es capaz de generar una colectividad ofuscada. De él, nacido y criado en el pueblo barcelonés de Centellas, se dijo que no era catalán, lo que, por lo visto, afectaba a la aptitud del proyecto. Además, como D. Ildefonso no era arquitecto, el corporativismo puso sus mecanismos de defensa en marcha.
Una crítica pintoresca provino del genial arquitecto Luis Domènech, que creía que por las rectas calles que, según el proyecto,  irían a dar al mar, se canalizarían tales corrientes que el viento lanzaría por los aires a los transeúntes; increíblemente la especie tomó cuerpo entre los detractores de Cerdá. Cuando Doménech, proyectó el hospital barcelonés de Santa Cruz y San Pablo usó, para jorobarle, criterios exactamente contrarios a los previstos por el ingeniero en su plan urbanístico.
Al final “l’Eixample”, todo un orgullo para Barcelona, nació del proyecto de un catalán elegido desde “Madrid”. La calidad es universal.