Cuando Felipe II
convierte a Madrid en sede de su corte (1561), topa con el problema de dar
alojamiento a los funcionarios, embajadores y
visitantes (muchos de ellos con sus séquitos y sus correspondientes
familias), que la habitan. Todos deberían caber en un “poblachón manchego” que,
para la fecha en la que adquirió su capitalidad, tenía sólo unas 2.500 casas.
En realidad el problema
era antiguo, pues hasta Carlos I, cuando la corte era itinerante y no existía
una capital del reino, todo el mundo debía ceder la mitad de su vivienda, a la
llegada del rey, para las necesidades de la corona. Esto, aunque incómodo,
afectaba poco a los habitantes de las ciudades a donde había llegado su alteza
porque, precisamente por su carácter itinerante, la ocupación de las viviendas
por los cortesanos era bastante efímera, ya que antes o después, todos
seguirían su camino.
El frente legal de
aquellas “okupaciones” se sistematizaba a través de una “Regalía de aposento”
que había nacido en 1341, en tiempos de Alfonso XI. Su control físico dependía
de una Junta de Aposentadores que inspeccionaba las casas y determinaba cuáles
eran útiles y qué espacio debía quedar a disposición de la corona.
Aunque en principio los
madrileños aceptaron gustosos esta incomodidad a cambio de ser la sede de la
Corte, pronto aquello se reveló como una importante molestia. Fue entonces
cuando los habitantes de la nueva capital exhibieron su ingenio.
Como algunas casas
estaban exentas de cumplir con la norma por sus dimensiones, por su
distribución o por otras razones, los habitantes del “poblachón” empezaron a
diseñar sus casas con distribuciones disparatadas de manera que el inspector
enviado por la Junta, el “aposentador de Casa y Corte”, considerase la vivienda
como inútil para albergar a alguien de importancia.
Otra astucia muy
curiosa era la de quienes diseñaban la fachada de su casa de manera que, vista
desde el exterior, pareciese que lo construido era pequeño y no tenía más que una
planta. Luego, una vez dentro, se podía apreciar que aunque había pocas
ventanas a la fachada principal, la casa estaba dividida en dos o tres alturas
y conseguía toda la luminosidad natural por patios interiores (eran casas
bajas) y por el corral que solían tener en la parte posterior.
Un buen truco consistía
en comprar la casa contigua y, en una de las fachadas, condenar todas las
puertas y ventanas que daban al exterior, aunque por dentro se comunicaban las
dos viviendas.
Estos edificios eran
los que en Madrid se llamaban “Casas a la Malicia”. Los propietarios los
construían maliciosamente esperando que los aposentadores reales pasasen por
delante de ellos considerándolos inadecuados para alojamiento.
Sin embargo, una vez
descubierto, el camastrón debía o bien ceder a la Junta la mitad legal o, si
ello fuese imposible por carecer de los requisitos mínimos para ser utilizadas
como aposentos, debían abonar una tasa económica en sustitución de su
servidumbre al rey; su montante oscilaba entre la tercera parte y la mitad del
precio que se obtendría por ese inmueble en el
mercado de alquiler.
De todas maneras, como
solía pasar con la abstrusa administración de los Austrias, alrededor de este
problema se producían muchas circunstancias: había casas que, por privilegio
real no se utilizaban como aposento; otras se eximían de esa obligación
“comprando su libertad” al rey; a veces el liberado no era el inmueble, sino el
propietario, cuyos inmuebles estaban liberados de la “carga de aposentos”
mientras fuesen de su propiedad…
En los casos el en que
el dueño del inmueble no podía apechugar con el pago de la tasa, la Junta podía
expropiar el inmueble aunque, habitualmente, pactaba con el deudor alguna
fórmula menos rigurosa.
La Carga de Aposento
estuvo en vigor hasta el siglo XVIII y, probablemente, el más famoso de los
aposentadores de Casa y Corte fuese Diego Velázquez da Silva.
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