martes, 10 de septiembre de 2013

LAS “CASAS A LA MALICIA”


Cuando Felipe II convierte a Madrid en sede de su corte (1561), topa con el problema de dar alojamiento a los funcionarios, embajadores y  visitantes (muchos de ellos con sus séquitos y sus correspondientes familias), que la habitan. Todos deberían caber en un “poblachón manchego” que, para la fecha en la que adquirió su capitalidad, tenía sólo unas 2.500 casas.
En realidad el problema era antiguo, pues hasta Carlos I, cuando la corte era itinerante y no existía una capital del reino, todo el mundo debía ceder la mitad de su vivienda, a la llegada del rey, para las necesidades de la corona. Esto, aunque incómodo, afectaba poco a los habitantes de las ciudades a donde había llegado su alteza porque, precisamente por su carácter itinerante, la ocupación de las viviendas por los cortesanos era bastante efímera, ya que antes o después, todos seguirían su camino.
El frente legal de aquellas “okupaciones” se sistematizaba a través de una “Regalía de aposento” que había nacido en 1341, en tiempos de Alfonso XI. Su control físico dependía de una Junta de Aposentadores que inspeccionaba las casas y determinaba cuáles eran útiles y qué espacio debía quedar a disposición de la corona.
Aunque en principio los madrileños aceptaron gustosos esta incomodidad a cambio de ser la sede de la Corte, pronto aquello se reveló como una importante molestia. Fue entonces cuando los habitantes de la nueva capital exhibieron su ingenio.
Como algunas casas estaban exentas de cumplir con la norma por sus dimensiones, por su distribución o por otras razones, los habitantes del “poblachón” empezaron a diseñar sus casas con distribuciones disparatadas de manera que el inspector enviado por la Junta, el “aposentador de Casa y Corte”, considerase la vivienda como inútil para albergar a alguien de importancia.
Otra astucia muy curiosa era la de quienes diseñaban la fachada de su casa de manera que, vista desde el exterior, pareciese que lo construido era pequeño y no tenía más que una planta. Luego, una vez dentro, se podía apreciar que aunque había pocas ventanas a la fachada principal, la casa estaba dividida en dos o tres alturas y conseguía toda la luminosidad natural por patios interiores (eran casas bajas) y por el corral que solían tener en la parte posterior.
Un buen truco consistía en comprar la casa contigua y, en una de las fachadas, condenar todas las puertas y ventanas que daban al exterior, aunque por dentro se comunicaban las dos viviendas.
Estos edificios eran los que en Madrid se llamaban “Casas a la Malicia”. Los propietarios los construían maliciosamente esperando que los aposentadores reales pasasen por delante de ellos considerándolos inadecuados para alojamiento.
Sin embargo, una vez descubierto, el camastrón debía o bien ceder a la Junta la mitad legal o, si ello fuese imposible por carecer de los requisitos mínimos para ser utilizadas como aposentos, debían abonar una tasa económica en sustitución de su servidumbre al rey; su montante oscilaba entre la tercera parte y la mitad del precio que se obtendría por ese inmueble en el  mercado de alquiler.
De todas maneras, como solía pasar con la abstrusa administración de los Austrias, alrededor de este problema se producían muchas circunstancias: había casas que, por privilegio real no se utilizaban como aposento; otras se eximían de esa obligación “comprando su libertad” al rey; a veces el liberado no era el inmueble, sino el propietario, cuyos inmuebles estaban liberados de la “carga de aposentos” mientras fuesen de su propiedad…
En los casos el en que el dueño del inmueble no podía apechugar con el pago de la tasa, la Junta podía expropiar el inmueble aunque, habitualmente, pactaba con el deudor alguna fórmula menos rigurosa.
La Carga de Aposento estuvo en vigor hasta el siglo XVIII y, probablemente, el más famoso de los aposentadores de Casa y Corte fuese Diego Velázquez da Silva.

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