A
principios del siglo X era abad del monasterio benedictino de San Salvador, que
estaba (y aún está) en el valle navarro de Leyre, un fraile llamado Virila,
nacido en 870 en la población zaragozana de Tiermas.
En
el tiempo que transcurre entre cada rezo de las horas canónicas, es frecuente
que los monjes sin ocupaciones perentorias salgan a orar a los bosques que, en
ladera, rodean el recinto del cenobio. Aquel día Virila fue a meditar en
soledad apartándose un poco del convento; hacia el monte. Llevaba un tiempo
dudando sobre el concepto de eternidad y su comprensión, sobre la inexistencia
del tiempo, sobre la infinitud…
Estaba
sentado en una piedra cavilando sobre tan abstruso asunto cuando percibió el
canto de un jilguero que sonaba con bellísima armonía. Levantó la mirada del
suelo y vio al pajarillo sobre una rama lanzando al aire sus canoros trinos. Se
quedó extasiado escuchándole.
Cuando,
pasados un tiempo, el jilguero terminó su canto y alzó el vuelo, Virila se
levantó, se sacudió el hábito y volvió hacia el convento. Pero mientras bajaba
no reconocía los árboles bajo los que tantas veces se había sentado a rezar y
cuando, entre las ramas, vislumbró los muros del monasterio, se fue dando
cuenta de que eran más grandes que la última vez que los vio y tenían una
estructura diferente.
Cuando
llegó al amplio zaguán le salió al paso el hermano portero que le preguntó
quién era. Virila se identificó, pero su nombre no le decía nada al fraile que
llamó en su ayuda a otros monjes de la casa. Ni Virila les conocía ni ellos le
conocían a él, pero en aquel desconcierto el hermano archivero dijo que
recordaba haber leído un documento antiguo en el que se decía que, hacía 300 años, un tal Virila, abad del
monasterio, había desaparecido en el bosque. La comunidad monacal dio grandes
muestras de alegría y se celebró un Te
Deum para dar gracias a Dios por el
milagro acaecido.
¿Qué
había ocurrido? Pues sencillamente que el abad, absorto ante la belleza del
canto del jilguero, había dejado transcurrir 300 años y, sin embargo, él tuvo
la sensación de que sólo habían pasado unos minutos.
Esta
preciosa leyenda se puede localizar en diversas literaturas,
pero sobre en el circuito celta, de donde pasa, con algunas variantes, al
ámbito benedictino. Además de al abad de Leyre le sucede, según la Cantiga CIII
de Alfonso X el Sabio, a San Ero, abad del monasterio benito de Armenteira; o a
San Amaro, otro abad benedictino, que echó una ojeada al Paraíso Terrenal y
aquel vistazo duró 300 años sin que él se diese cuenta; o a San Brandán, abad
de Clonfert (Irlanda) y también monje de San Benito, que goza la experiencia
del pajarillo. O, en fin, por acabar con esta no exhaustiva relación, a San
Fulgencio, abad de Afflighem (Bélgica).
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