El
día 20 de abril de 1931, solo 6 días después de la proclamación de la II República en España (y
eso que el día 15 se dio como festivo y el 19 fue domingo), los nuevos
gobernantes tomaron una decisión sorprendente. Sorprendente no tanto por la
justicia de la medida sino porque parecería que los miembros del ejecutivo, de
quienes he de recordar que el 13 de abril aún ni se imaginaban que estarían
gobernando, deberían estar más atentos a problemas más acordes con la gravedad
del momento histórico.
La
Casa de Campo de Madrid, un parque urbano de más de 1.700 Ha, fue considerada
como residencia real desde tiempos de Enrique III “el Doliente” (1390-1406); faltaban
aún más de dos siglos y medio para que Felipe II convirtiese a la ciudad en
capital de España. Naturalmente que, desde aquel momento, quedaba vedada la
entrada a esa finca a cualquier persona ajena a la Casa Real.
A
mediados del siglo XVIII Fernando VI mandó vallar el terreno con una cerca de
ladrillo y mampostería (que es la cerca actualmente existente) y, aún en el
siglo XIX, a quien se encontraba dentro del recinto sin poder justificar su
presencia se le castigaba con 200 azotes.
Pero
cuando llega la República el ministro de Hacienda del Gobierno Provisional,
Indalecio Prieto, probablemente profiriendo un “tóo p’al pueblo” avant la lettre, cede la propiedad de
los terrenos a la ciudad de Madrid. La intervención del titular de Hacienda era
pertinente por cuanto, hasta entonces, la titularidad de la Casa de Campo
correspondía al Patrimonio Nacional.
Así
que el día 1 de mayo, fiesta del Trabajo, jornada festiva por primera vez desde
que la suprimiese la dictadura de Primo de Rivera en 1923, Prieto entrega
oficialmente “las llaves” del parque (el mismo decreto cedía
La
cerca de la Casa de Campo en 1910. Se aprecian bien el ladrillo y la mampostería
también
el Campo del Moro, que eran los jardines que rodeaban al Palacio Real por oeste
y norte incluyendo los actuales Jardines de Sabatini) a Pedro Rico, alcalde de
Madrid e, inmediatamente, nada menos que 300.000 madrileños se abalanzaron sobre
los nuevos terrenos de uso público.
300.000
personas eran una barbaridad pues por entonces la ciudad andaba por el millón
de habitantes, o sea que casi la tercera parte de los madrileños se fue a gozar
de tan ecológico esparcimiento. Las autoridades municipales se vieron
desbordadas aunque desplegaron fuerzas de seguridad en toda la finca, pero la
realidad es que no fue necesaria su intervención. Los partes de aquella jornada
sólo reflejan algunas borracheras, un puñado de gente que había “caído” al lago
no demasiado involuntariamente y unos cuantos furtivos a quienes se había
sorprendido cazando conejos.
Lo
tengo que decir: ¡Me encanta la gente de Madrid!
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