Cuando el 27 de agosto de 1758 entregó el espíritu Dª. Bárbara de Braganza, su desconsolado esposo el rey D. Fernando, sexto de los de su nombre en España (1713-1759), se recluyó en el castillo de Villaviciosa de Odón, muy cerquita de Madrid.
El
monarca era un depresivo bipolar (igual que su padre Felipe V) al que la muerte
de su mujer, de quien estaba muy enamorado, simplemente enajenó definitivamente.
El 25 de septiembre el embajador inglés informa a la Corte de San Jaime de que
el rey no quiere saber nada de cuestiones de gobierno y que lleva una semana en
la cama, no queriendo hablar más que con médicos.
En
noviembre vuelve a comunicar que, en los últimos 10 días, el rey no ha dormido más
allá de 5 horas en pequeñas siestas, y eso sentado. Al parecer no se tumba en
la cama porque cree que en cuanto se acueste morirá.

Una mañana se
encerró en su habitación y no salió de ella ni para oír misa (y eso que era obsesivamente
devoto). Los nobles le observaban por alguna rendija se la puerta y le veían
paseando en silencio de un lado a otro de la habitación, manteniéndose en esa
actitud hasta las 3 de la madrugada.
Otra vez
permaneció sentado 18 horas, de cara a la pared, en el borde de un taburete. No
era infrecuente verle morder la vajilla metálica (se había eliminado, por
seguridad, todo el cristal de sus alrededores).
Un buen día se
metió en la cama y ya no se levantaría ni a hacer sus necesidades. A quienes
necesitaban entrar en la habitación, les recibía lanzándoles los excrementos
que tenía entre las sábanas.
El 10 de
agosto de 1759, menos de un año después de la muerte de Bárbara, Fernando VI
abandonó este Valle de Lágrimas. Desde los Reyes Católicos hasta Alfonso XIII,
todos los reyes de España han sido un ejemplo de “bienmorir”; todos menos este
pobre desgraciado demente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario