El general Juan Carlos Aréizaga había tomado el mando del Ejército de la Mancha el 23 de octubre de 1809 sustituyendo al general Eguía, depuesto por la Junta Central de Cádiz. Con unos efectivos de 51.968 infantes combatientes, 5.776 jinetes, algunas unidades menores de zapadores y 35 cañones, este Ejército era la más importante masa de maniobra que el ejército de España podía presentar contra las tropas napoleónicas.
El 19 de noviembre, tras
tomar los hombres de Aréizaga posiciones en Ocaña (Toledo), quiso el general
ver con sus propios ojos la maniobra del Ejército napoleónico que, bajo el
mando del mariscal Soult se desplegaba al norte, en las cotas más bajas de la
ribera del Tajo en Aranjuez.
Subió el general a un
campanario y, catalejo al ojo, dio un vistazo al enemigo que había puesto sobre
el terreno a 40.000 infantes, 6.000 caballos y una buena fuerza artillera.
Además, para mandar la operación, el propio rey José I Bonaparte se desplazó
desde Madrid al teatro de operaciones.
-Mi general –preguntó
algún ayudante pelota- ¿Hay alguna noticia buena?
-¿Buena? –Contestó
Aréizaga demudado- ¡Buena la que se va a armar!
Y de ahí no se le pudo
sacar. Se inició la batalla y él, como un autista, repetía obsesivo la frase
olvidándose de impartir órdenes. La broma costó a su ejército 4.000 hombres
entre muertos y heridos, unos 15.000 prisioneros, gran cantidad de piezas de
artillería y casi todo el tren logístico. Los franceses, por su parte, no
tuvieron más allá de 2.000 bajas. Ni que decir tiene (no olvidemos que esto
sucedía en España) que el general Aréizaga fue felicitado por la Junta gaditana.
Pérez Galdós, en
“Gerona”, uno de sus Episodios Nacionales, le menciona y le califica como un
“hombre nulo en el arte de la guerra, en cuya cabeza no cabían tres docenas de
hombres”.
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