La lectura de textos domésticos (o al menos inéditos) de siglos pasados, proporciona, si se hace con atención, informaciones muy curiosas que revelan la interioridad de la vida social que, habitualmente, no suele aflorar en los libros de Historia (lo que ahora ha dado en llamarse la intrahistoria).
En un puñado de páginas sueltas manuscritas que descubrí en Borox
(Toledo), fechadas en 1723, se narra un episodio que da noticia de una forma de
impartir justicia, de un sistema de la corona para enriquecerse y, por último,
de un modo, para mí hasta entonces desconocido, de corrupción.
Cuenta el anónimo autor de esos papeles que el pequeño pueblo de
Borox, a mediados del siglo XVI, disponía de permisos administrativos y reales
instrumentos bastantes para impartir justicia en primera instancia.
Pero el 8 de febrero de 1566, Felipe II canceló este derecho para
Borox y para otros muchos pueblos más porque, alegaba, se estaban produciendo
demasiados casos en los que quien
impartía de justicia tendía a ayudar a sus amigos y, como bien dice el
autor anónimo del XVIII, paniaguados. Desde esa fecha, esos pueblos y sus
habitantes, para pleitear en primera instancia, habían de acudir a su “cabeza
de partido” que, en el caso de Borox, era Almonacid de Zorita (Guadalajara), a
125 kms de distancia.
Naturalmente que tanto Borox como los demás pueblos que habían
perdido lo que por entonces se llamaba “regalía de primera instancia”,
acudieron a las autoridades administrativas de la Corte para recuperar ese
privilegio. Y la corona devolvía la primera instancia a las poblaciones… previo
pago de una cantidad proporcional al número de vecinos de la villa. Ahora se
comprende por qué el rey se había puesto tan estupendo y había eliminado la
regalía a unos cuantos pueblos: para poder revendérsela.
Bueno, pues el Consejo de Castilla, tras considerar que de ahora
en adelante ya no habría más jueces inicuos en Borox, envía un inspector al
pueblo para ver cuántos vecinos (cabezas de familia) había en él pues, como se
ha dicho, el impuesto a pagar era proporcional al número de ellos.
El funcionario que llegó a Borox contabilizó 527 vecinos que
hubieron de pagar 2.369.250 maravedíes (casi casi 4.500 maravedís por cada
uno). Bueno, no sé si eso era mucho o poco, lo que sé es que esa pasta se la
quedó Felipe II que devolvió la regalía al pueblo en 1595.
Pero según el autor de los papeles cabe pensar que habría en Borox
algunos más de los dichos 527 vecinos, pues el funcionario contaría vecinos de
menos, bien porque le cayese simpática la población (dice con ironía), bien
porque el pueblo “agasajaría” al inspector convenientemente.
Naturalmente que, a menos vecinos, menor sería la cantidad que el
pueblo habría de pagar. Y además, a la hora de dividir, si fuesen más de los
que se habían contabilizado, tocarían a más pequeña cuota cada uno.
Y todo por unos “agasajitos” de nada. Nihil novum sub sole.
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