Naturalmente que, además de los más aparatosos conflictos, guerras y revoluciones, la República estaba acosada por unos cuantos problemas más, y no de carácter menor.
Al asunto de la economía ya he dedicado algunas líneas, pero hay que decir que por momentos fue dramático.
El primer ministro de Hacienda de la República, el del gobierno del 13 de febrero de 1873, fue el futuro premio Nobel de Literatura, José de Echegaray, que tuvo que enfrentarse, como todos los que le sucedieron en el cargo, como principal problema con el del déficit del Tesoro; déficit que aumentaba sin cesar por el costo de la Guerra Carlista. Salmerón resumió su llegada al poder en julio diciendo que se encontró un país con los pagos suspendidos, sin recursos, los anticipos del Banco de España a cuenta de futuros impuestos agotados y sin otras perspectivas de ingresos que los provenientes de pequeñas tasas y de los impuestos interiores. Sin embargo la Bolsa no descendió abruptamente, sino que fluctuó acaso porque la nación venía de una situación no menos caótica en tiempos de don Amadeo. Se hacía evidente la necesidad dar confianza al inversor.
Pero es que cuando Pi i Margall leyó su programa de gobierno 4 meses después (13 de junio) del Ministerio de Echegaray, anunció que para final de mes, vencerían 153 millones y en caja no había más que 32. O sea, 121 millones de déficit en ese mes que se añadían a los 425 ya existentes. Y encima planteó un problema de técnica presupuestaria, pues a esas alturas no se sabía si la República Federal acordada un par de días antes estaría compuesta por 17 grandes unidades, como pretendían los benevolentes, o con decenas de cantones como exigían los intransigentes y, al parecer, el pueblo.
Castelar, aun sin solucionar el problema, no salió del todo mal librado, pues cuando terminó su mandato había enjuagado en parte el déficit, consiguiendo liquidez a base de cédulas hipotecarias colocadas en el mercado interior, y con la obligación de comprarlas para algunas instituciones. Pero lo cierto es que la situación macroeconómica nunca superó la fase de angustiosa y, en un ámbito menor, la mendicidad callejera resultaba francamente endémica.
Otro asunto, del que ya se ha hablado, fue el de la indisciplina en el ejército. Así, sin ánimo de ser exhaustivo, se puede citar el motín en Barcelona del 21 de febrero, una semana después de declararse la Republica[1], que motivó que muchos oficiales abandonasen sus tropas e, incluso, se pasasen al carlismo. O el 9 de marzo con un intento de asaltar el cuartel de San Francisco en Madrid. O la actitud de los soldados de los batallones Mérida, Las Navas y Madrid que dispararon contra sus oficiales en Cataluña. O la defección, a primeros de abril, de los oficiales del batallón de Cazadores de Reus incapaces de soportar la permanente insubordinación. O la revuelta el 7 de junio de los voluntarios francos contra sus jefes en Vicálvaro, la del día 8 de los mismos cuerpos contra la población civil en Aranjuez, que dejó 5 muertos y 27 heridos. O el asesinato a manos de sus propios hombres del teniente coronel Martínez Llagostera el 12 de junio en Sagunto. O la negativa a avanzar del regimiento América, el 6 de junio en Gerona, porque… ¡Llovía! Y, en fin, se pueden citar casos similares en Archidona, Berga, Leganés, Manresa, Vich…
De todas formas es interesante citar este problema porque fue uno de los pocos que fue capaz de resolver le República, si bien utilizando, acaso con exceso, la pena de muerte como elemento punitivo y ejemplarizante.
Pero tampoco en el ámbito civil las cosas estaban más tranquilas. Pues la violencia callejera, el bandolerismo y la incipiente movilización social, jaleada por la prensa de izquierdas,[2] tenían soliviantada a la población.
El bandolerismo adquiría en aquella época unas características especiales, pues catervas de bandoleros salidos de la delincuencia, en cuanto sus jefes eran capaces de actuar coordinadamente con los militares de la reacción absolutista, se convertían como por arte de birlibirloque en “partidas realistas o carlistas. Ni que decir tiene que aquellas bandas, ya como bandoleros ya como carlistas, mitigaban el frío de los inviernos españoles quemando Registros de la Propiedad.
El radical Semper denuncia el ametrallamiento de 2 trenes en Cataluña. Y el 8 de marzo el también diputado radical Miguel de la Guardia, tras denunciar que en Cataluña el pueblo está armado y que en Málaga la gente se apoderó del armamento de los soldados, propuso que no se celebrasen las tan anheladas elecciones constituyentes mientras no se solucionase esa descontrol generalizado, aunque la proposición no fue aprobada.
La inseguridad se había adueñado de las calles de toda España e, incluso, hubo un debate para permitir que los “hombres honrados” fuesen armados. El propio Presidente de las Cortes se libró milagrosamente de un atentado.
El 17 de junio el nuevo gobernador civil de Madrid[3] dio un bando en el que se pedía a los madrileños que, en caso de que hubiese altercados en sus barrios, abriesen sus casas a la fuerza pública para que los guardias pudiesen disparar desde sus balcones, lo que viene a ser un evidente síntoma de lo que estaba pasando en la calle.
Y eso sin olvidar el descontento social. El 12 de marzo, Montilla celebró la llegada de la República quemando el Registro de la Propiedad y asesinando al principal terrateniente del pueblo. Y en Aguilar… y en pueblos de Málaga… y en otros muchos pueblos de España. Y ya hemos visto las sangrientas revueltas “precantonales” de Alcoy y Sevilla. El periódico La Federación publica el 22 de noviembre un manifiesto de 74 obreros presos en ergástulas de Sanlúcar de Barrameda, en el que se quejaban de que, además de su apresamiento, habían sido deportados otros 200 obreros y se habían bajado los jornales un 50 % en la zona[4].
Un dato sorprendente es que los internacionales no estaban muy de acuerdo con el debate político sobre el federalismo porque, tal vez con razón, lo consideraban una cortina de humo del poder para desviar la atención de los problemas sociales.
Este era el clima casi diario en 1873, a eso habría que añadirle los conflictos y manifestaciones contra las levas de mozos, o a favor de la abolición de la esclavitud que, finalmente se aprobó para Puerto Rico el día 22 de marzo tras grandísimas discusiones, O las demandas laborales entre las que ya se incluía la jornada de 8 horas
Duele mencionar el insensato derribo de monumentos pertenecientes al patrimonio artístico nacional, que fue excesivamente frecuente. Y no solo por las turbas enfervorizadas incapaces, por ignorancia o por psicosis colectiva, de discernir el arte de lo que no lo es; lo terrible es que las instituciones públicas también lo hacían por puro sectarismo. Esto duró hasta que el gobierno de Castelar, por un decreto publicado el 18 de diciembre, avisaba a las corporaciones que todo lo destruido sería repuesto con cargo a los presupuestos del organismo responsable del desaguisado.
También el anticlericalismo hizo su aparición, hasta el punto de que algunas diócesis permitieron a sus presbíteros prescindir de las sotanas para evitar acosos. Y en muchas parroquias se decidió llevar el viático a los enfermos en coche cerrado para evitar afrentas y vejaciones del pueblo.
Dentro del ámbito de las relaciones con la Iglesia, hay que citar la crisis producida con el Vaticano por el nombramiento de 3 nuevos obispos. España gozaba del Derecho de Presentación, consistente en el privilegio que tiene el Jefe de Estado de algunos países de, ante la vacante del titular de una diócesis, proponer al papa una terna de candidatos de forma que el pontífice solo puede elegir entre los propuestos. Esta facultad estaba en vigor desde el Concordato de 1851, aunque los sucesivos gobiernos habían renunciado a ella desde la Revolución de Septiembre de 1868. Ahora Castelar, que nunca renegó de su catolicismo, se veía en la encrucijada de o bien negociar con el Vaticano los nombramientos, o bien arriesgarse a que el papa nombrase a obispos procarlistas. Naturalmente negoció. Y con éxito, pero ni los intransigentes le perdonaron su cesión al catolicismo ni, desde luego, tampoco los carlistas por no incluir nombres de obispos cercanos al pretendiente.
Lo más grave, desde mi punto de vista, fue la defenestración de todos los ayuntamientos que no eran cantonalistas, con total desconsideración al hecho de que habían sido elegidos democráticamente. Defenestrados y sustituidos, organismos y personas, por organismos y personas adeptos al nuevo sistema republicano y a quienes nadie había elegido. Aderezado todo ello por los inevitables incendios de las casas consistoriales, no tanto por odio a los edificios sino porque en su interior se solían encontrar los archivos del Registro de la Propiedad (Su quema es un clásico de las revoluciones españolas).
[1] El grito de guerra de los amotinados era “¡Que bailen!”, dedicado a sus oficiales.
[2] LA REVISTA SOCIAL, LA FEDERACIÓN…
[3] Se apellidaba Hidalgo Caballero. La prensa no partidaria le llamaba Nini (ni hidalgo ni caballero).
[4] Curiosamente también se quejaban de que se había recuperado la costumbre de que los serenos nocturnos, antes de “cantar” la hora gritasen “¡Virgen santísima!”
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