miércoles, 30 de enero de 2013

DESAMORTIZACIÓN DE MENDIZÁBAL


Juan Álvarez Mendizábal (1790-1853), gaditano, masón, condenado a muerte por Fernando VII, preso en Londres por deudas, multimillonario en Inglaterra y Francia gracias a sus compañeros de logia y retornado a España en 1834, consigue ser nombrado Presidente del Gobierno en septiembre de 1835. En sendos decretos de febrero y marzo de 1836, pone en marcha la famosísima Desamortización de Mendizábal.
Una desamortización, explicada de forma grosera, consistía en quitar las tierras de la mano (“manos muertas”) de quienes las tenían sin producir ingresos fiscales al reino (por ejemplo, la Iglesia o los municipios),  transfiriéndolas a quien, en adelante, estaría obligado a pagar impuestos.
Todo consistía en expropiar las tierras a quienes las mantenían en ese status  y sacarlas a subasta. Además de conseguirse el indicado beneficio fiscal, el cambio de titularidad abría la puerta a la posibilidad de que la propiedad rural se redistribuyese, favoreciendo a los agricultores menos poderosos.
Además, de esta desamortización, porque hubo otras, Mendizábal esperaba que los nuevos propietarios viniesen a crear una clase media española, ensanchando la base social del movimiento liberal que él mismo promovía.
Pero, nada de esto ocurrió. Las subastas fracasaron por dos razones; la primera porque, con la soberbia habitual en un masón, el estado no expropió las tierras de la Iglesia; simplemente las requisó sin ninguna compensación económica. Ante ese latrocinio la Iglesia esgrimió su arma más contundente: el anatema. Así que excomulgó a los expropiadores y a los que se presentaban a las subastas para adquirir tierras desamortizadas. Esto, claro, redujo mucho el número de posibles postores.
La segunda razón del fiasco fue que los lotes de tierras que se hicieron eran muy grandes y de mucho valor. En consecuencia sólo pudieron acudir a las subastas quienes ya eran grandes propietarios, así que la redistribución de la propiedad rural que se suponía que se iba a producir en beneficio de los menos favorecidos, no fue posible. Solo los terratenientes pudieron pujar en las subastas haciéndose, de esta forma, bastante más ricos.
Pero hay dos efectos negativos más, en los que se profundiza poco. Por un lado está la puesta del incalculable tesoro artístico de la Iglesia en manos de quienes sólo pensaban en el dinero. Una cantidad indecente de vestiduras, joyas, cuadros, códices, tallas… cayeron en manos de quienes los pusieron al día siguiente en los mercadillos de los pueblos o al alcance de voraces brokers internacionales (visitar museos extranjeros escandaliza a cualquier español sensible). Un incalculable número de documentos de la diplomática medieval pasó a servir de combustible en las chimeneas de los señores y, ¡horresco referens!, muchos otros cumplieron la entrañable (y necesaria) labor social de envolver pescadillas. Se le parte a uno el corazón.
El otro efecto negativo es económico. Mientras las élites acaudaladas europeas dedicaban su dinero a invertir en la Revolución Industrial, los capitalistas españoles, llevados del ronzal por el memo de Mendizábal, dedicaron sus dineros a aumentar el tamaño de sus latifundios. No hay exageración: casi dos siglos después, todavía no nos hemos recuperado.
HISTORIA PARA AMIGUETES.- XXXIII
24.01.13

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