Juan Álvarez Mendizábal (1790-1853), gaditano, masón, condenado a muerte por Fernando VII, preso en Londres por deudas, multimillonario en Inglaterra y Francia gracias a sus compañeros de logia y retornado a España en 1834, consigue ser nombrado Presidente del Gobierno en septiembre de 1835. En sendos decretos de febrero y marzo de 1836, pone en marcha la famosísima Desamortización de Mendizábal.
Una desamortización, explicada de forma grosera, consistía en
quitar las tierras de la mano (“manos muertas”) de quienes las tenían sin
producir ingresos fiscales al reino (por ejemplo, la Iglesia o los municipios), transfiriéndolas a quien, en adelante,
estaría obligado a pagar impuestos.
Todo consistía en expropiar las tierras a quienes las
mantenían en ese status y sacarlas a subasta. Además de conseguirse
el indicado beneficio fiscal, el cambio de titularidad abría la puerta a la
posibilidad de que la propiedad rural se redistribuyese, favoreciendo a los
agricultores menos poderosos.
Además, de esta desamortización, porque hubo otras, Mendizábal
esperaba que los nuevos propietarios viniesen a crear una clase media española,
ensanchando la base social del movimiento liberal que él mismo promovía.
Pero, nada de esto ocurrió. Las subastas fracasaron por dos
razones; la primera porque, con la soberbia habitual en un masón, el estado no
expropió las tierras de la Iglesia; simplemente las requisó sin ninguna
compensación económica. Ante ese latrocinio la Iglesia esgrimió su arma más
contundente: el anatema. Así que excomulgó a los expropiadores y a los que se
presentaban a las subastas para adquirir tierras desamortizadas. Esto, claro,
redujo mucho el número de posibles postores.
La segunda razón del fiasco fue que los lotes de tierras que
se hicieron eran muy grandes y de mucho valor. En consecuencia sólo pudieron
acudir a las subastas quienes ya eran grandes propietarios, así que la
redistribución de la propiedad rural que se suponía que se iba a producir en
beneficio de los menos favorecidos, no fue posible. Solo los terratenientes
pudieron pujar en las subastas haciéndose, de esta forma, bastante más ricos.
Pero hay dos efectos negativos más, en los que se profundiza
poco. Por un lado está la puesta del incalculable tesoro artístico de la
Iglesia en manos de quienes sólo pensaban en el dinero. Una cantidad indecente
de vestiduras, joyas, cuadros, códices, tallas… cayeron en manos de quienes los
pusieron al día siguiente en los mercadillos de los pueblos o al alcance de voraces
brokers internacionales (visitar museos extranjeros escandaliza a cualquier
español sensible). Un incalculable número de documentos de la diplomática
medieval pasó a servir de combustible en las chimeneas de los señores y, ¡horresco referens!, muchos otros
cumplieron la entrañable (y necesaria) labor social de envolver pescadillas. Se
le parte a uno el corazón.
El otro efecto negativo es económico. Mientras las élites
acaudaladas europeas dedicaban su dinero a invertir en la Revolución
Industrial, los capitalistas españoles, llevados del ronzal por el memo de
Mendizábal, dedicaron sus dineros a aumentar el tamaño de sus latifundios. No
hay exageración: casi dos siglos después, todavía no nos hemos recuperado.
HISTORIA PARA AMIGUETES.- XXXIII
24.01.13
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