La Academia Francesa, fundada por Richelieu en 1635, tenía en su origen, como principal función, dar reglas seguras al idioma. La cuestión era importante pues en esa época, en Francia, aparte de existencia dialectos, se observaba una gran separación entre el habla popular y el habla culta.
Pero pese al carácter obligatorio de las normas
emanadas de la Academia, la distancia entre ambas formas de expresarse siguió
creciendo hasta que, un buen día, siglo y medio más tarde, llegó la Revolución
Francesa.
Como es sabido, según la fonética francesa, el
diptongo “oi” se pronuncia como “uá” (p. ej.: bois, bosque o madera, suena
“bua”), pero resultaba que en el francés culto se pronunciaba como “e” abierta;
es decir, los nobles no decían “bua” para decir bosque, sino “be”.
Esto fue la perdición para bastantes aristócratas
pues los revolucionarios, a quienes decían de sí mismos que pertenecían al
pueblo llano, les ponían a leer en voz alta algún texto en el que aparecían
palabras que contenían el fonema “oi”. Por un automatismo mental, muchos no
podían evitarlo y se les escapaba algún “pé” por “pua” (pois, guisante), “me” por “mua” (mois, mes) o “fe” por “fua” (foi,
fe), delatando así su pertenencia a la clase alta y, por lo tanto, poniéndose
ellos solitos caminos del cadalso
Desde entonces el patriciado aprendió, quieras que
no, por simple espíritu de supervivencia, la normativa de l’Académie y así el idioma francés se unificó. No hizo falta nueva preceptiva
académica al respecto.
A la fuerza ahorcan (bueno, guillotinan).
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