Sorprende que algo tan árido como un plan urbanístico para ampliar una ciudad, contenga algo que pueda interesar al profano, pero la génesis del “Ensanche” de Barcelona, “l’Eixample”, vivió tales vicisitudes que lo que debió ser un simple trámite municipal se convirtió en toda una aventura.
Barcelona, hacia 1850, era una ciudad amurallada en cuyo interior se
apiñaban unos 200.000 habitantes. Todos metidos en 250 Has, de las que unas 100
las ocupaban 67 iglesias y conventos (varios
con su cementerio anexo), 11 hospitales y 7 cuarteles. Así no extrañará saber
que, en sólo ese siglo, la ciudad sufrió 4 epidemias (20.000 muertos) y que la
esperanza de vida era de 36 años para la gente acomodada y de 23 para los pobres.
Además sufría la circunstancia de que, al ser una plaza fuerte militar, estaba
rodeada de un hinterland legalmente inedificable
que se extendía al terreno que podía alcanzar un tiro de cañón disparado desde
el adarve.
Por entonces recorría España una inculta fiebre “antimurallas” que se
cargó preciosas construcciones medievales en decenas de ciudades. El ansia de demolición
en Barcelona era tal que en 1842, dirigido por
una “Junta de Derribo”, el paisanaje demolió parte de la Ciudadela. La
situación la recondujo Espartero cañoneando Barcelona y obligando al
municipio a reparar lo abatido a su
propia costa (doce millones de reales).
En 1850 el ayuntamiento convocó un concurso para ensanchar la ciudad
ganándolo ¡un médico higienista!, pero tanto este proyecto como otros surgidos
hasta 1853 quedaron en agua de borrajas. En ese año, la Ciudad Condal envía al
gobierno un proyecto que es rechazado. También en 1853, previendo el
consistorio que el muro estaba más maduro para caer que la famosa pera, creó un
comité ad hoc. Y ya en 1854 se da el
paso definitivo: el ministro de Hacienda, Madoz, autoriza el derribo de la
muralla aunque conservando el frente que da al mar, el castillo de Monjuich y
la Ciudadela.
En 1855 el gobierno central encomienda al ingeniero Ildefonso Cerdá el
levantamiento de un plano topográfico de la posible zona de ensanche; éste lo
presenta aderezado con anotaciones urbanísticas. Terminada la faena, ya sin
encargo alguno, Cerdá sigue trabajando sobre el particular realizando un
estudio que denota una sensacional y asombrosa capacidad de previsión.
En febrero de 1859 el gobierno le encarga el estudio definitivo sobre el
ensanche. El ayuntamiento reacciona convocando en abril un concurso urgente
(los proyectos debían presentarse en julio), pero el ejecutivo nacional aprobó
el proyecto de Cerdá (que lo tenía muy avanzado) en junio, con lo que surgió un
áspero conflicto entre el poder central y el municipal.
Desde Madrid se obliga a Barcelona a exponer los 13 proyectos que le habían
presentado, incluyendo el de Cerdá y justificando las puntuaciones concedidas.
El consistorio lo hace así, pero deja sin puntuar al que venía de “Madrid”. El
conflicto queda liquidado cuando el gobierno, velis nolis, ordena la ejecución del Plan Cerdá en julio de 1860.
La “venganza catalana” se abatió sobre el proyecto, más por ser una
imposición de “Madrid” que por la calidad del trabajo. Además, la nivelación
social que suponía la igualdad de las viviendas, dirigida previsoramente a una
nonata clase media, disgustaba a las esferas más elevadas, que veían así
periclitar su visión jerárquica de la sociedad.
Por su parte Cerdá, personalmente, acumuló sobre sí todo el rechazo que es
capaz de generar una colectividad ofuscada. De él, nacido y criado en el pueblo
barcelonés de Centellas, se dijo que no era catalán, lo que, por lo visto, afectaba
a la aptitud del proyecto. Además, como D. Ildefonso no era arquitecto, el
corporativismo puso sus mecanismos de defensa en marcha.
Una crítica pintoresca provino del genial arquitecto Luis Domènech, que
creía que por las rectas calles que, según el proyecto, irían a dar al mar, se canalizarían tales
corrientes que el viento lanzaría por los aires a los transeúntes;
increíblemente la especie tomó cuerpo entre los detractores de Cerdá. Cuando
Doménech, proyectó el hospital barcelonés de Santa Cruz y San Pablo usó, para
jorobarle, criterios exactamente contrarios a los previstos por el ingeniero en
su plan urbanístico.
Al final “l’Eixample”, todo un
orgullo para Barcelona, nació del proyecto de un catalán elegido desde
“Madrid”. La calidad es universal.
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