jueves, 18 de julio de 2013

CANEL, EL PACIENTE IMPACIENTE




La realidad es que las relaciones que he mantenido hasta hace pocos meses con mi aparato digestivo no han sido lo que se dice amistosas.
Al principio se sostuvieron sobre un franco desdén por ambas partes, probablemente resultado de un mutuo desconocimiento entre ellas. Pero poco a poco devinieron en acerba enemistad que se manifestaba en las agresiones que yo realizaba a mi estómago, obviando los males que en aquel momento pudiese sufrir mi principal órgano gástrico. Al tiempo, él se vengaba enviándome flatos, acideces, náuseas, cólicos, diarreas y descomposiciones en general, sin otro motivo que el de mortificarme.
Pero yo, por algún ignoto azar, nunca tuve dolores abdominales, y para jorobar a mi sistema digestivo le decía: ¿no quieres caldo?; taza y media. Y replicaba a los incidentes intestinales con morcilla de Burgos, callos a la madrileña, pulpo a feira u otras violentas arremetidas de similar jaez.
Además, cierto día conocí a un dizque doctor que aprobó mi actitud, alegando que si yo tenía alguna bacteria, virus o similar en la flora intestinal –decía con cierto tufillo a cariñena en su aliento- cuanto más torrentosas fuesen las diarreas sería mejor para mí, pues más veloz y activamente se limpiaría todo el tracto digestivo de bichitos indeseables. 
Como la capacidad del hombre para autojustificarse es infinita, en adelante ya tuve clavo ardiendo al que agarrarme y cuando, en plena temporada de hostilidad estomacal, se presentaba ante mí una buena fabada, me la apretaba sin repugnancia esperanzado en que la subsiguiente correntía limpiaría de microbios hostiles mis vías naturales de evacuación.
En esas circunstancias mi oíslo, con esa sutileza que manejan, arteras, las esposas para convencer a sus maridos, me insinuó con suaves y sugerentes palabras que fuese a visitar a un galeno especialista en aparato digestivo:

-¡Ahora mismo llamas al médico y pides hora! ¡Imbécil!
Lo hice, desde luego, quedando citado con él un lunes a las seis de la tarde en su consulta del sanatorio del Rosario.
He de advertir que mi opinión sobre la clase médica no es de las mejores que se puede tener sobre un colectivo profesional. No individualmente, pues los médicos me parecen tipos como cualesquiera otros y tengo el honor de gozar del parentesco y la amistad de muchos de ellos, pero observo que en cuanto se ponen la bata blanca algo cambia en su mente y se convierten en miembros de una casta absolutamente soberbia y engreída.
A veces dudo si en verdad será cosa de la bata, porque exactamente el mismo atuendo llevan los churreros y no son tan presuntuosos. También pensé que la culpa sería de lo del estetoscopio colgado al pescuezo, hasta que descubrí que eso lo llevan sólo los médicos jóvenes porque creen que así el respetable les distinguirá de los camilleros.
En fin, no quiero transitar más por este camino porque sé que me enciendo poco a poco. Yo admito que siento por los médicos (cuando tienen la bata puesta, desde luego) algo así como una fobia mórbida que me hace ser injusto con ellos, pero tengo un amigo, que se llama Olimpio, que ha pasado ya de la fobia mórbida al odio sarraceno que es, como se sabe, la etapa previa al galenicidio. Yo espero no llegar nunca a esa fase aunque, tal y como van las cosas… No sé. No sé.
Así que el mencionado lunes, después de comer en Casa Peláez, de la calle de Lagasca, me fui al sanatorio para ver qué me decía el doctor. Llegué a las seis menos diez, me apunté en la lista de espera y al preguntar si ya había llegado el médico a la consulta me informaron de que todavía no.
DIPUJO PROPIEDAD DE
Jorge Bustamante
www.dibujos-humor.blogspot.com
Me senté en una gran sala y, poco a poco, aquello se fue llenando de pacientes, creo que no sólo para el tío aquel del aparato digestivo sino también para doctores de otras especialidades. Y se fue llenando porque, ante mi creciente indignación, pasaban los minutos sin que llegase el doctor que me había citado. Yo, acaso sobreexcitado por los espirituosos ingeridos en Casa Peláez, me iba poniendo cada vez más irritado. Y ya, faltando cinco minutos para que diesen las siete de la tarde por mi reloj, hizo acto de presencia aquel pollo que, con una parsimonia hiriente para los que estábamos esperándole, en vez de ponerse al tajo inmediatamente, entabló alegre palique con su enfermera-recepcionista.
Distaba unos 7 u 8 metros del mostrador de la enfermera y él estaba aún detrás de ella, con lo que es posible que nos separasen como unos 10 metros. Así que, por encima de todo el gentío que estaba en medio, de mostrador y de enfermera, empecé a gritarle no recuerdo muy bien qué, pero supongo que espetándole que era un caradura, que cómo tenía la desvergüenza de tratar así a sus pacientes, que quién se creía que era, que se iba a enterar y esas estupideces que se dicen en casos como este.
Como soy consciente de que Dios, a quien no tengo gracias suficientes que darle para corresponder a los muchos dones que me ha otorgado, castiga mis abundantes pecados con ciertas digamos que indefiniciones en la claridad de mi dicción, me percataba de que el médico no se enteraba del contenido de mis gritos, aunque sí de que había un tipo en su sala de espera que profería grandes alaridos.
Él, después de mirarnos varias veces alternativamente a mí, intentando interpretar los borrosos exabruptos que salían de mis labios, y a su enfermera, tal vez con la muda sugerencia de que, en lo posible, me desviase a la consulta de psiquiatría, se metió en su despacho.
Tras tal escena no podía , claro, entrar en la consulta de aquel tío so pena de arriesgarme a que me clavase un bisturí en el corazón, así que, acabado todo aquel numerito, opté por marcharme a mi casa no sin antes pasar, aún indignado, por la oficina del sanatorio y rellenar la Hoja de Reclamaciones.
Como ya me conocéis supondréis lo bien que lo pasé cumplimentando aquel impreso con expresiones tales como “hechicero de la tribu”, “proverbial soberbia”, “deleznable inverecundia”, “violación dolosa del juramento hipocrático”… En fin, que completé la hoja entera en tres copias de las que la blanca era para mí, la verde para el centro y la amarilla, numerada, era para la inspección, no sé, supongo que de Sanidad.
Con mi copia en el bolsillo (que, además, era mi coartada ante mi señora) me volví a casa absorto en mis pensamientos que, como aún no era famosa Elsa Pataki, giraban alrededor de la novación de mi hipoteca.
Ya llegaba a casa sobre las ocho de la tarde, cuando me puse un poco romántico pensando en lo luminoso que estaba aquel atardecer veraniego; con sus pajaritos, sus mariposas y sus guardias poniendo multas…
¡¿Cómo?! ¡¿Que estaba luminoso aquel atardecer veraniego?! Pero… pero… ¡Si ya era otoño!
¡Dios mío! ¡El sábado anterior habían cambiado la hora y a mí se me había olvidado hacer la modificación correspondiente en mi reloj!
Salí corriendo de vuelta hacia el sanatorio y, acezante, le pedí a la monja jefe que me devolviese la denuncia porque quería romperla, pero resultó que no se podía hacer porque, al estar numerada, la inspección al ver que faltaba un número sancionaría al centro médico.
Solicité, entonces, que me dejase su copia y en ella, en los márgenes, escribí frases de excusa que, estoy seguro, apestaban a algo así como perdóneme usted, señor inspector, pero es que soy completamente idiota.
Y ahí acabó todo. Se ratificaba mi sospecha de que, en efecto, soy completamente idiota (de lo que mi mujer, mucho más lista que yo, tenía ya absoluta certeza) aunque, a cambio, me gané otros tres o cuatro años más sin pasar por el profesional de la medicina digestiva.
Y para vosotros, dos consejos. Uno que no rellenéis nunca hojas de reclamaciones y otro que cambiéis la hora en vuestro reloj cuando toque. Ninguno de los dos consejos sirven individualmente para nada serio, pero si ambas circunstancias se concatenasen (Dios no lo quiera) en un mismo instante…
En fin; me da vértigo hasta imaginarlo.
Canel.

No hay comentarios:

Publicar un comentario