La realidad es que las relaciones que he mantenido
hasta hace pocos meses con mi aparato digestivo no han sido lo que se dice
amistosas.
Al principio se sostuvieron sobre un franco desdén
por ambas partes, probablemente resultado de un mutuo desconocimiento entre
ellas. Pero poco a poco devinieron en acerba enemistad que se manifestaba en
las agresiones que yo realizaba a mi estómago, obviando los males que en aquel
momento pudiese sufrir mi principal órgano gástrico. Al tiempo, él se vengaba
enviándome flatos, acideces, náuseas, cólicos, diarreas y descomposiciones en
general, sin otro motivo que el de mortificarme.
Pero yo, por algún ignoto azar, nunca tuve dolores
abdominales, y para jorobar a mi sistema digestivo le decía: ¿no quieres
caldo?; taza y media. Y replicaba a los incidentes intestinales con morcilla de
Burgos, callos a la madrileña, pulpo a
feira u otras violentas arremetidas de similar jaez.
Además, cierto día conocí a un dizque doctor que
aprobó mi actitud, alegando que si yo tenía alguna bacteria, virus o similar en
la flora intestinal –decía con cierto tufillo a cariñena en su aliento- cuanto más
torrentosas fuesen las diarreas sería mejor para mí, pues más veloz y activamente
se limpiaría todo el tracto digestivo de bichitos indeseables.
Como la capacidad del hombre para autojustificarse
es infinita, en adelante ya tuve clavo ardiendo al que agarrarme y cuando, en
plena temporada de hostilidad estomacal, se presentaba ante mí una buena
fabada, me la apretaba sin repugnancia esperanzado en que la subsiguiente correntía
limpiaría de microbios hostiles mis vías naturales de evacuación.
En esas circunstancias mi oíslo, con esa sutileza
que manejan, arteras, las esposas para convencer a sus maridos, me insinuó con
suaves y sugerentes palabras que fuese a visitar a un galeno especialista en
aparato digestivo:
-¡Ahora mismo llamas al médico y pides hora! ¡Imbécil!
Lo hice, desde luego, quedando citado con él un
lunes a las seis de la tarde en su consulta del sanatorio del Rosario.
He de advertir que mi opinión sobre la clase médica
no es de las mejores que se puede tener sobre un colectivo profesional. No
individualmente, pues los médicos me parecen tipos como cualesquiera otros y
tengo el honor de gozar del parentesco y la amistad de muchos de ellos, pero observo
que en cuanto se ponen la bata blanca algo cambia en su mente y se convierten
en miembros de una casta absolutamente soberbia y engreída.
A veces dudo si en verdad será cosa de la bata,
porque exactamente el mismo atuendo llevan los churreros y no son tan presuntuosos.
También pensé que la culpa sería de lo del estetoscopio colgado al pescuezo, hasta
que descubrí que eso lo llevan sólo los médicos jóvenes porque creen que así el
respetable les distinguirá de los camilleros.
En fin, no quiero transitar más por este camino porque
sé que me enciendo poco a poco. Yo admito que siento por los médicos (cuando
tienen la bata puesta, desde luego) algo así como una fobia mórbida que me hace
ser injusto con ellos, pero tengo un amigo, que se llama Olimpio, que ha pasado
ya de la fobia mórbida al odio sarraceno que es, como se sabe, la etapa previa
al galenicidio. Yo espero no llegar nunca a esa fase aunque, tal y como van las
cosas… No sé. No sé.
Así que el mencionado lunes, después de comer en Casa
Peláez, de la calle de Lagasca, me fui al sanatorio para ver qué me decía el
doctor. Llegué a las seis menos diez, me apunté en la lista de espera y al
preguntar si ya había llegado el médico a la consulta me informaron de que
todavía no.
DIPUJO PROPIEDAD DE
Jorge Bustamante
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Distaba unos 7 u 8 metros del mostrador de la
enfermera y él estaba aún detrás de ella, con lo que es posible que nos
separasen como unos 10 metros. Así que, por encima de todo el gentío que estaba
en medio, de mostrador y de enfermera, empecé a gritarle no recuerdo muy bien
qué, pero supongo que espetándole que era un caradura, que cómo tenía la
desvergüenza de tratar así a sus pacientes, que quién se creía que era, que se iba
a enterar y esas estupideces que se dicen en casos como este.
Como soy consciente de que Dios, a quien no tengo
gracias suficientes que darle para corresponder a los muchos dones que me ha
otorgado, castiga mis abundantes pecados con ciertas digamos que indefiniciones
en la claridad de mi dicción, me percataba de que el médico no se enteraba del
contenido de mis gritos, aunque sí de que había un tipo en su sala de espera que
profería grandes alaridos.
Él, después de mirarnos varias veces
alternativamente a mí, intentando interpretar los borrosos exabruptos que
salían de mis labios, y a su enfermera, tal vez con la muda sugerencia de que,
en lo posible, me desviase a la consulta de psiquiatría, se metió en su
despacho.
Tras tal escena no podía , claro, entrar en la
consulta de aquel tío so pena de arriesgarme a que me clavase un bisturí en el
corazón, así que, acabado todo aquel numerito, opté por marcharme a mi casa no
sin antes pasar, aún indignado, por la oficina del sanatorio y rellenar la Hoja
de Reclamaciones.
Como ya me conocéis supondréis lo bien que lo pasé cumplimentando
aquel impreso con expresiones tales como “hechicero de la tribu”, “proverbial
soberbia”, “deleznable inverecundia”, “violación dolosa del juramento
hipocrático”… En fin, que completé la hoja entera en tres copias de las que la
blanca era para mí, la verde para el centro y la amarilla, numerada, era para
la inspección, no sé, supongo que de Sanidad.
Con mi copia en el bolsillo (que, además, era mi
coartada ante mi señora) me volví a casa absorto en mis pensamientos que, como
aún no era famosa Elsa Pataki, giraban alrededor de la novación de mi hipoteca.
Ya llegaba a casa sobre las ocho de la tarde, cuando
me puse un poco romántico pensando en lo luminoso que estaba aquel atardecer veraniego;
con sus pajaritos, sus mariposas y sus guardias poniendo multas…
¡¿Cómo?! ¡¿Que estaba luminoso aquel atardecer veraniego?!
Pero… pero… ¡Si ya era otoño!
¡Dios mío! ¡El sábado anterior habían cambiado la
hora y a mí se me había olvidado hacer la modificación correspondiente en mi
reloj!
Salí corriendo de vuelta hacia el sanatorio y, acezante,
le pedí a la monja jefe que me devolviese la denuncia porque quería romperla,
pero resultó que no se podía hacer porque, al estar numerada, la inspección al
ver que faltaba un número sancionaría al centro médico.
Solicité, entonces, que me dejase su copia y en ella,
en los márgenes, escribí frases de excusa que, estoy seguro, apestaban a algo
así como perdóneme usted, señor inspector, pero es que soy completamente
idiota.
Y ahí acabó todo. Se ratificaba mi sospecha de que,
en efecto, soy completamente idiota (de lo que mi mujer, mucho más lista que yo,
tenía ya absoluta certeza) aunque, a cambio, me gané otros tres o cuatro años
más sin pasar por el profesional de la medicina digestiva.
Y para vosotros, dos consejos. Uno que no rellenéis nunca
hojas de reclamaciones y otro que cambiéis la hora en vuestro reloj cuando
toque. Ninguno de los dos consejos sirven individualmente para nada serio, pero
si ambas circunstancias se concatenasen (Dios no lo quiera) en un mismo
instante…
En fin; me da vértigo hasta imaginarlo.
Canel.
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